Mi artículo de esta semana trataba del caso Errejón, ese joven al que algunos de sus compañeros de fatigas y medios afines han calificado estos días “como uno de los referentes de la izquierda en la última década”. ¡Qué mal, por cierto, debe estar la izquierda española si la tinta de esta especie de pulpo impartía cátedra desde uno de sus atriles! Pero las riadas e inundaciones ocurridas en algunas zonas de España en los últimos días, principalmente en la Comunidad Valenciana, revisten tal gravedad que me sentiría francamente incómodo publicando un artículo sobre un asunto cuya importancia queda reducida a su verdadera dimensión cuando se compara con la tragedia en que están sumidos decenas de miles de compatriotas estos días. La cifra de fallecidos no ha cesado de aumentar y todo indica que seguirá incrementándose a medida que las labores de búsqueda y rescate vayan avanzando.
Resulta siempre difícil hacernos a la idea de que nuestras vidas y sociedades son bastante más frágiles de lo que nuestra soberbia e ignorancia nos lleva a creer y asumir que están expuestas a sufrir conmociones y tragedias que pueden cambiar nuestras vidas de un momento a otro y dejar ruina y desolación donde momentos antes reinaban el bienestar y la alegría, siempre relativos. Estamos incluso acostumbrados a contemplar los estragos producidos por volcanes, huracanes, monzones, tsunamis, lluvias torrenciales, fuegos colosales, etc., aunque estas catástrofes naturales nos tocan la mayor parte de las veces más bien lejos de casa y la conmoción que nos producen tiene un carácter más bien abstracto y general. En esta ocasión, sin embargo, quien más y quien menos hemos tenido que descolgar el teléfono y llamar a un familiar o a un amigo y sentir alivio al escuchar su voz reconocible y saber que ha tenido suerte y no le ha tocado la china.
La cifra de fallecidos no ha cesado de aumentar y todo indica que seguirá incrementándose a medida que las labores de búsqueda y rescate avancen
Al igual que ocurrió con la desastrosa gestión de la pandemia en la mayoría de los países occidentales cuando irrumpió el Covid-19 en China a principios de enero de 2020, las conmociones cuya magnitud desborda las desgracias habituales y hasta cierto punto previsibles hacen aflorar la falta de planes de contingencia serios para abordarlas de manera coordinada y con eficacia. Nunca podrán evitarse completamente sus consecuencias letales, pero sí minimizarse dando las alertas correspondientes y preparando a la población para afrontar la emergencia. Estamos bien preparados para rescatar a unos montañeros en una escarpada ladera, para salvar a unas pocas familias encaramadas a los tejados de sus vividas aisladas, e incluso para hacer frente a los estragos de una riada en una población costera, etc., pero carecemos de protocolos de actuación bien diseñados para afrontar contingencias cuando afectan a decenas o incluso centenares de miles de personas, y resulta indispensable movilizar y coordinar efectivos de muy distinta naturaleza (protección civil, policías municipal y nacional, guardia civil, UME y ejército) dependientes de distintas administraciones, locales, provinciales, autonómicas y nacionales en nuestro caso.
Uno de los problemas políticos más importantes que padece nuestra España de hoy es la desnaturalización de las instituciones por la ocupación de éstas por los partidos políticos y la instrumentalización que éstos hacen de ellas para favorecer sus intereses particulares. La gestión de la pandemia ya puso de manifiesto la incapacidad del Comité Técnico de Gestión del Coronavirus puesto en marcha el 16 de marzo de 2020. Presidido por Sánchez e integrado por los ministros Illa, Marlaska y Ábalos, con la asistencia técnica de Simón, director del Centro de Coordinación de Alarmas y Emergencias. Llegó muy tarde para afrontar con garantías una crisis que en sus nueve primeras semanas, desde el 9 de marzo al 10 de mayo de 2020, causó un exceso de mortalidad cercano a 50.000 personas.
La gestión de la pandemia ya puso de manifiesto la incapacidad del Comité Técnico de Gestión del Coronavirus puesto en marcha en marzo de 2020
Un auténtico comité de expertos habría hecho sonar las alarmas bastantes semanas antes de publicarse el decreto de alarma el 14 de marzo de 2020 (14-M), y un gobierno responsable habría adoptado medidas siguiendo las recomendaciones adoptadas por la OMS a finales de enero, en lugar de esperar cruzado de brazos cruzados mientras Simón nos confortaba en sus homilías diarias asegurando a la población que aquí íbamos a tener dos o tres muertos como mucho. Esperar hasta el 14-M por razones políticas para decretar el estado alarma, cuando ya resultaba imposible alertar a la población y adoptar medidas preventivas para minimizar la inminente tragedia, constituyó una irresponsabilidad que descalifica al gobierno Sánchez en su conjunto. Aprovecho la ocasión para remitir al lector interesado a mi libro “Covid-19: la Gran Decepción. Algunas lecciones para España y Occidente”.
La DANA que ha devastado diversas zonas del Levante español se produjo el martes 29 de octubre y el gobierno de España creó el comité de crisis esa misma noche “al objeto de coordinar los trabajos de respuesta y asistencia por este fenómeno”. Estuvo presidido por la vicepresidenta Montero en ausencia del presidente Sánchez y contó con la participación de los ministros Bolaños, Robles y Marlaska; la vicepresidenta tercera Ribera y el delegado del gobierno en Valencia participaron también telemáticamente. En el comunicado publicado por Moncloa se indica que “el comité ha puesto a su disposición [de los presidentes de Valencia, Castilla La Mancha, Murcia y Andalucía] todos los efectivos que sean necesarios de la UME, Policía Nacional, Protección Civil y Guardia Civil”. El lector observador notará en la foto publicada las pocas hojas visibles sobre la mesa donde el gabinete celebró la reunión.
La DANA que ha devastado diversas zonas del Levante se produjo el martes 29 de octubre y el gobierno creó el comité de crisis esa misma noche
A pesar de algunas informaciones falsas difundidas, lo cierto es que la AEMET cumplió bastante concienzudamente con su función de alertar sobre la previsible adversa meteorología, dentro claro está de las limitaciones de los modelos meteorológicos para prever con mayor precisión este tipo de fenómenos. Desde los primeros avisos publicados el miércoles 23 de octubre que ya ponían el foco en el martes 29, hasta los tres avisos especiales publicados el 27 y 28 de octubre, el aviso naranja emitido a las 6:42 de la mañana el día 29 y las distintas alertas rojas publicadas durante esa misma mañana, se sabía que nos encontrábamos ante una “situación de gran adversidad en el área mediterránea por lluvias torrenciales” y el peligro para la población en la provincia de Valencia era extremo.
Quizá faltó trasladar con mayor intensidad a la población el peligro que se cernía sobre sus vidas, más allá de la recomendación genérica de evitar cauces y ramblas. Y quizá las autoridades locales, regionales y nacionales pecaron de falta de coordinación y cooperación para abordar una situación de emergencia nacional grave, dejando a un lado los recelos mutuos. Por una u otra razón, algo parece claro: el Plan General de Emergencias del Estado (Plegem) no ha funcionado adecuadamente en esta tragedia. El mal ya está hecho y la pregunta que corresponde hacernos ahora es cuántas vidas podrían haberse salvado de proporcionado a la población recomendaciones más precisas y haber dejado en suspenso todas las actividades no esenciales durante un par de días. Quizá aprendamos algo de esta tragedia para afrontar mejor la próxima desplegando los protocolos de actuación diseñados por un comité de auténticos expertos. De momento, sólo cabe desear que la movilización solidaria de las instituciones y la sociedad en los próximos meses permita devolver cierta normalidad a las vidas de quienes siguen todavía entre nosotros y han perdido casi todo.