El combate de los jefes no puede ocultar el hecho que estaban juntos en el gran momento de su vida. Juntos con desconfianza, pero juntos al fin y al cabo. Y juntos cometieron el ridículo histórico de que habla Salvador Sostres en el ABC: «Lo peor del independentismo no es su fracaso político sino su ridículo histórico. No es que desafiaran al Estado sino que aún hoy no han logrado entender qué es un Estado. No es que fueran derrotados, es que no lucharon y simplemente cantaron una canción de Lluís Llach. No fueron detenidos, se entregaron. No se exiliaron: se escaparon de casa como un niño que ha sacado malas notas y teme el castigo de sus padres. La principal dificultad de este proceso independentista no ha sido juzgarlo sino entenderlo.»
Los hechos, a grandes rasgos, han ido a juicio y han sido condenados, pero el tribunal de la historia aún tiene mucho trabajo por hacer. ¿Por qué una serie de consignas vacías llegó a convencer a tanta gente de la inminencia de una república independiente? ¿Y por qué, a pesar de no haber visto nunca jamás aquellas míticas «estructuras de Estado» que estaban a punto de entrar en funcionamiento al día siguiente de ejercer el «derecho a decidir», hay todavía tanta gente que quiere «volverlo a hacer».
Sigue Sostres: «Nunca podré llegar a entender con qué inconsistencia y frivolidad pudieron poner en riesgo la convivencia de su pueblo, su propia libertad, y la felicidad de sus familias, sabiendo ellos los primeros que no estaban dispuestos ni a presentar batalla, por no tener que pagar el precio (…) No tengo sed alguna de venganza pero cuesta pedir clemencia para los que ninguna compasión mostraron.»