«El independentismo que gobierna la Generalitat quería demostrar que podía hacerlo mejor que el Ejecutivo central, pero, a la hora de la verdad, es víctima de la imprevisión, la improvisación y la falta de impulso político», afirma Francesc-Marc Álvaro en La Vanguardia —Iconos, presos y líderes—, y nadie podrá decir que le falta razón ni que la torpeza que exhibe el gobierno Torra sea una novedad.
Álvaro señala el contraste del descrédito de los gobernantes actuales con la popularidad de que aún gozan los presos que ya están dejando de serlo —puestos en el tercer grado penitenciario, sólo han de pasar 0cho horas al día en la cárcel—: «Las apariciones en calles y plazas de figuras como Junqueras, Rull, Turull o Cuixart proyectan el eco de una promesa que se desbravó como una botella de champán que queda abierta tras la verbena».
No es extraño que su ascendencia sobre las bases independentistas persista «como si no hubiera ningún tipo de relación entre los que impulsaron el referéndum unilateral y los que hoy tienen la responsabilidad de tomar decisiones desde la autonomía». Y persiste no sólo por el factor sentimental, exacerbado durante los meses del juicio, sino porque —y esto no lo señala Álvaro— se despidieron del tribunal diciendo que «lo volverían a hacer».
Hay un ingrediente de evasión en ese recuerdo del «viaje pendiente a Ítaca» y otro de consuelo ante una realidad atroz. La esperanza electoral del independentismo, en su conjunto, reside en cuántos ciudadanos serán incapaces de relacionar la cadena de desprósitos que llevaron a la declaración de independencia con el desatino con que gobiernan en estos momentos.