«Ni siquiera la gestión del confinamiento evitó el mal tono, las frases soeces e incluso de zafiedad de los argumentos. Pero a medida que el país se va enfrentando con la dura realidad social, los ciudadanos no parecen dispuestos a seguir escuchando descalificaciones. Seguramente porque nada desacredita más que la falta de argumentos, nada indigna más que la altanería del incapaz.» Eso afirma Màrius Carol en La Vanguardia, en un artículo —El hartazgo de la tensión— en el que contrapone el tono del discurso que pronunció el ministro Salvador Illa, en la comisión de Sanidad, a la naturalización del insulto que propone Pablo Iglesias.
El primero «agradeció los esfuerzos de sus rivales» políticos e «incluso dedicó un comentario afectuoso a cada uno de sus miembros», mientras que el vicepresidente cree que la crítica y el insulto juegan en la misma liga, puesto que propone «naturalizar el insulto a las personas con relevancia pública, incluidos los periodistas», y esto por que hay medios que están aireando trapos sucios de su fuerza política.
Concluye Carol que «la sociedad española está harta de la estrategia de la tensión. Y preocupa que la nueva generación de políticos que se ha instalado en el Parlamento crea que los discursos agrios, descalificadores y destemplados sirvan para ganar votos». En el de Madrid, sí, y en el de Barcelona, cabría añadir.
El llamado «oasis catalán» de los tiempos del pujolismo tenía algo de espejismo, pero guardar las maneras, mantener la templanza en todo momento y medir las palabras antes de abrir la boca se echan en falta. Son costumbres que habría que recuperar cuanto antes. No sólo en política.
«En las últimas semanas, los moderados parecen haber ganado visibilidad», dice Carol; sí, pero los otros siguen ahí, impasible el exabrupto.
Por cierto, y volviendo a Pablo Iglesias, no es nada sorprendente que haya psicólogos que lo consideren un irreponsable:
«Explican que la normalización de los insultos favorecen los actos de quienes no son capaces de controlar su propensión a la ira y con ello la violencia física. Alertan de que si las personas no tienen estrategias para controlar su propensión a manifestar ira y hostilidad, e incluso su necesidad de orgullo, es fácil que la violencia se abra camino.»
Tampoco es nada sorprendente que ese rasgo aparezca en el máximo dirigente de un movimiento de extrema izquierda y se manifieste sin pudor alguno.
Puigdemont, el aglutinador
LaRepública.cat publica, en forma de carta al director firmada por varios militantes de la Crida Nacional per la República, un texto de apoyo al Partit del president Carles Puigdemont, que resume el argumentario que circulará durante la campaña de las elecciones al Parlamento catalán, que ya podemos dar por iniciada.
«Hay que conseguir una mayoría parlamentaria que evite el estancamiento del país en un autonomismo vigilado y que permita un gobierno de la Generalitat que gestione con la máxima eficacia los pocos recursos y competencias de que dispone, pero que, al mismo tiempo y con la máxima complicidad y coordinación con el Consejo por la República, vaya dibujando el perfil de esta futura República, capaz de solucionar los problemas reales de la gente y afrontar los retos del post-covid y del siglo XXI.»
¿Otro vez un gobierno que actúe dentro del orden autonómico y al mismo tiempo alimentando la ilusión de que el advenimiento de la república es inminente? Las dificultades económicas y el malestar social están garantizados, no hace falta añadir inestabilidad política al combinado; más bien, es lo primero que habría que eliminar. ¿Acaso nos podemos permitir otra legislatura perdida?
Volviendo a la carta de los puigdemontistas, la situación está bloqueada, ¿quién la desbloquerá? Pues «la historia reciente de estos casi tres años nos ha enseñado que sólo la movilización organizada de la calle, la unidad y la coordinación de sociedad civil e instituciones lo puede conseguir». Suena todo muy repetitivo, sobre todo si se le añade lo de que «hay que estar preparados para el nuevo envite». Las organizaciones se multiplican pero detrás hay la misma gente, con las mismas cansinas consignas. Gente que se llama a sí misma «la calle».
Si acaso la única novedad de esta temporada es que la «unidad estratégica» ha de estar encabezada por «el Presidente Carles Puigdemont», «el único líder capaz de aglutinar todo el espacio político heredero del 1-O, y esperamos que así sea, acabando de incorporar otros sectores, sobre todo de izquierdas, con una gran transversalidad». Transversalidad, divino tesoro.
La amenaza de multas puede quedar en nada
El diario Ara resume las dudas sobre la validez jurídica de la multa de 100 euros por no llevar mascarilla. Resulta que «el Real Decreto 21/2020, que el Gobierno español aprobó en junio, dice que incumplir el uso de la mascarilla es una infracción leve y que se sancionará con una multa de hasta 100 euros. Lo que pasa es que el real decreto sólo se puede aplicar cuando no se mantiene el metro y medio de distancia, y el Gobierno [catalán] ha dicho que la mascarilla es obligatoria tanto si hay distancia como si no. Por lo tanto, si se mantiene el metro y medio y no se lleva mascarilla, la Generalitat debe utilizar la ley de salud pública para multar y entonces las sanciones podrían ser de hasta 3.000 euros —si se consideran leves—. Pero igualmente se pone muy en duda que tengan recorrido.»
Se advierte aquí enseguida, además, otro problema que todo el mundo quiere pasar por alto: qué pasa cuando, en la calle, en los comercios o en el transporte, las personas inevitablemente tienen que situarse a una distancia menor y no hay ningún agente de la autoridad para tomar medidas, nunca mejor dicho. Mascarilla y distancia se quedan en una simple recomendación.
«La resolución del Gobierno [catalán] que obliga a llevar mascarilla a todos los que tengan más de 6 años fuera de casa —aunque haya distancia— no concreta ninguna multa: sólo dice que incumplirlo será objeto de régimen sancionador de acuerdo con la legislación sectorial aplicable (…) Salud habla de 100 euros de multa, pero un jurista dice que esa cuantificación se la han sacado de la manga, y que si quieren poner una multa de 100 euros por no llevar mascarilla con la ley de salud pública deberán justificar cada caso».
Otro añade que el gobierno catalán, «con un decreto ley, que el Parlamento debería convalidar, estaría más cubierto, pero que una simple resolución es el camino más débil y menos fundamentado. Saben que no tienen la capacidad para hacer esta norma realmente obligatoria. No parece viable para poner sanciones».
José Antich duda del gobierno Torra
José Antich, del Nacional, considera el confinamiento de Lérida y su comarca y la obligación de llevar mascarilla siempre en público dos decisiones discutibles, que «tienen un impacto ciudadano importante» y «una previsión de resultados (…) discutible.
Si bien es cierto que existe «enorme controversia médica», mucha gente estará de acuerdo en que más vale prevenir que curar. Otra cuestión es la que preocupa a Antich, que las medidas tomadas «tienen una repercusión negativa para la imagen internacional del país y para su economía», un país que depende en buena parte del turismo.
Los que estaban pensando en hacer las maletas, que tampoco eran tantos, ya deben haber cambiado de opinión ante la mascarilla bajo pena de multa. Y al saber que una comarca de 200.000 habitantes, a pesar de no ser un gran destino turístico, volvía al confinamiento.
Afirma Antich también que la Generalitat tenía que haber dispuesto «un sistema de acogida adaptado a las circunstancias de este año para evitar que los temporeros queden desperdigados y en situación de provisionalidad por decenas de municipios de Lleida». Tampoco había que tener un doctorado en epidemiología para ver venir el problema.
Su conclusión, viniendo de alguien generalmente poco hostil a los dirigentes catalanes, es desoladora: «Lo peor que le puede pasar a un gobierno es que quede en el aire la duda de que se adoptan medidas permanentemente que tienen un impacto limitado y que lo que pretenden no es otra cosa que tapar los déficits de gestión que se han producido.»