Laura Borràs ha dejado la política, al menos por el momento. En un tweet del pasado día 9, a las puertas del juicio por prevaricación en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, afirma: «Necesito hacer una pausa en mi vida pública, dedicada a los demás, y centrarme en lo primordial, que es defender mi inocencia y cuidar de los míos y que los míos puedan cuidar de mí.»
Esta retirada contrasta con la de otros políticos independentistas enjuiciados y encarcelados que no dejaron de emitir opiniones, recibir visitas, conceder entrevistas, publicar libros y condicionar hasta donde pudieron la vida pública catalana y española. Ante una declaración de independencia fallida y todo el proceso que llevó a ella, el asunto de que se acusa a Laura Borràs es una menudencia. Además, uno tiene la impresión de que los grandes pufos no se hacen troceando contratos en la Institució de les Lletres Catalanes sinó en áreas con más posibles, como las obras públicas, el urbanismo, la energía; pero cuando el radar te ha pillado a 81 km/h cuando tenías que ir a 80, no te va a librar de la multa decir que en otros sitios hay quien se pone a 200.
El problema político de Borràs lo resumió Josep Martí Blanch en una frase: «La primera condición para convencer a la gente de que el tuyo es un caso de lawfare es que se lo crean los compañeros de partido. Cuando no logras ni eso, ya has perdido. Otra cosa es la sentencia. Pero la batalla sobre si es un juicio ideológico o por corrupción está resuelta desde el principio.» Lawfare, es decir el uso de procedimientos legales para destruir un oponente político, es la palabra mágica que sus partidarios, los que le quedan, esgrimen para convencer al público de su inocencia. La apuesta es segura: si al final del juicio queda absuelta, dirán que ya lo habían dicho; si es culpable, dirán que eso demuestra que los turbios manejos del lawfare han dado resultado.
La carga de la prueba, en el Estado
Interviene Neus Torbisco Casals, del Consell de la República, con un largo artículo en Vilaweb —Uns aclariments necessaris sobre Laura Borràs, el Parlament de Catalunya i la lawfare— en el que quita importancia a la acusación: «En un contexto como el actual, de represión estatal por las vías ejecutiva y judicial, sobre todo, lo relevante no es el objeto de persecución (el delito concreto que se le imputa) ni el tiempo en que las acciones presuntamente criminales sucedieron, sino la motivación no imparcial de investigaciones prospectivas (targeted investigations, en inglés), o escrutinio y acoso judicial intensos contra una persona determinada, precisamente porque ocupa la posición que ocupa, porque es quien es (sobre todo, en el caso de personas que han demostrado una capacidad de liderazgo que las presentan como un riesgo en el discurso general de amenaza al estado).»
Siguiendo esta lógica, cuando alguien ocupa un puesto de liderazgo dentro de un movimiento como el que nos ocupa, debería ser considerado inocente de cualquier acusación y en cualquier circunstancia, puesto que su capacidad de vulnerar la ley es igual a cero —eso a pesar de su proclamada voluntad de hacer caso omiso de todo el ordenamiento jurídico— mientras que la inquina que se les supone a los representantes del Estado tiende al infinito y nunca un juicio justo.
¿Igual si se trata de corrupción? Sí, porque «las acusaciones de corrupción son muy efectivas para promover los objetivos del lawfare. En un contexto de desprestigio y desconfianza crecientes hacia la clase política, la corrupción erosiona la credibilidad y reputación de los opositores políticos.» Sí, porque se utilizan «contra personas específicas (generalmente, líderes sociales y políticos en el punto de mira de los poderes establecidos) (…) deliberadamente categorías criminales como herramienta para debilitar su reputación, eliminar estos liderazgos y desestabilizar a determinados partidos políticos o entidades civiles que representan». Dicho de otra manera, cuanto más perjudicada quede la imagen de un político, menos debemos creer lo que nos digan de él.
Por su fuera poco, hablando de la América hispana, nos advierte que «la falsa pretensión de la aplicación rigurosa del estado de derecho (en realidad, sesgada) con objetivos de deslegitimación de la reputación y de criminalización de disidentes sustituye cada vez más el papel de los golpes de estado militares contra estos gobiernos o candidatos populares capaces de oponerse y organizar la resistencia contra el neocapitalismo y los poderes económicos globales». La premisa mayor de Torbisco es que los procesos judiciales no son neutrales sino «el instrumento para alcanzar objetivos de Estado». Dicho de otra manera, hemos de defender ciegamente a los nuestros porque el Estado no es imparcial. «La agenda anticorrupción es ficticia y arbitraria, pero, como vemos en el caso de la presidenta Borràs, gana la adhesión de sectores que evalúan el caso en abstracto, como si se situara al margen de la guerra global.»
En definitiva, en el caso de Laura Borràs, «en este contexto de lawfare generalizado, criminalización del independentismo y riesgo para los derechos humanos fundamentales, especialmente para los derechos políticos, la carga de la prueba debería recaer en el Estado». Es lo de «hermana, yo te creo» llevado a la política.
Una práctica ancestral
Cuando entramos en el terreno de la fe ciega como argumento movilizador, todo lo demás no importa. En caso que en el juicio aparecieran pruebas irrefutables en su contra, los seguidores de Borràs están convencidos previamente de que son pruebas amañadas, como lo están de que Isaías Herrero, su socio en esos «trapis» —la expresión es de los acusados—, que quiere llegar a un acuerdo con la fiscalía para evitarse males mayores, es un mentiroso cómplice del Estado.
Bernat Dedéu, en el Nacional el día 12 —El futuro de Laura Borràs—, afirma que «tiene gracia ver a los políticos que se afanan por volver a Convergència impostando respeto por eso de trocear contratos (presuntamente), una práctica ancestral del municipalismo que la mayoría de administraciones todavía perpetran». En su opinión, «lo importante no es saber por qué el Estado persigue con sadismo a Laura (que lo hace, pues las penas que se le piden son absolutamente iracundas), sino justamente por qué no escrutó las mismas (presuntas) conductas durante lustros, cuando sus protagonistas las exhibían con mucha más alegría que un par de audios y cuatro correos electrónicos inoportunos».
Y en el colmo de la ironía, añade: «Sugiero a los conciudadanos que hagan poco cachondeo con eso de tener tratos con narcotraficantes: los he conocido muy de cerca y puedo certificar que acostumbran a ser unos comerciantes educadísimos, de puntualidad ejemplar, y uno de los eslabones imprescindibles del pequeño comercio de nuestro país.» Salvador Sostres, en el Diari de Girona el día 9 —Un problema personal—, afirma que a Laura Borràs «la han dejado sola tal como ella dejó solos a los discrepantes, a los adversarios, a los otros, con exageraciones y fabulaciones, acusándoles de traidores, cuando ella era igual de cobarde», y no entiende de qué se queja: «Se ha pasado los últimos cinco años degradando la política catalana con exageraciones y mentiras y le sabe mal que se aproveche una verdad leve para convertirla en una sentencia definitiva. Debería sentirse agradecida, porque ser condenada por una verdad, aunque sea de poca importancia, da siempre mucha menos rabia que cuando te acusan de mentiras, que es lo que muy a menudo ha hecho ella con sus oponentes a lo largo de su trayectoria.»