Este parque único de más de 18.000 hectáreas, ejemplo de bosque mediterráneo con sus roquedales y sus dehesas cuajadas de alcornocales y encinares, está en llamas.
Desde las alturas, los buitres leonados, los buitres negros, los alimoches, el águila imperial, la cigüeña negra y demás aves contemplan asombradas el espectáculo dantesco del fuego anunciado, luchando contra las térmicas provocadas por el incendio que ya se adentra en la zona de nidificación del águila imperial.
En tierra, los venados, jabalíes, linces y otras especies menores huyen despavoridas tratando de poner a salvo a sus crías, aun pequeñas.
El castillo del Monfragüe, asomado al Tajo frente a Peña Falcones, preside el parque. Testigo de encuentros históricos como el de los caudillos árabes Tarik y Muza o de leyendas apasionadas, como las que narro a continuación, contempla impotente el destrozo. Entre ellas siempre me ha llamado la atención la del romance entre Alfonso VI de León y Zaida, hija del rey de Sevilla: Estaba Zaida depositada en Toledo en calidad de rehén del rey moro de esta ciudad para evitar que contra él se levantara el de Sevilla cuando conoció a Alfonso VI. Enamorada del rey de León facilitó a los cristianos las vías de entrada a la ciudad huyendo a continuación en una balsa por el Tajo para evitar ser decapitada. Tomada la ciudad y, al comprobar que Zaida no estaba en ella, Alfonso, contra la opinión de sus caballeros, se lanza río abajo para encontrarla. Así llega al pie del castillo y se encuentra con unos pastores a los que pregunta si han visto a la mora. Y, en efecto, los pastores le dicen que rescataron a una mujer en el remanso de un arroyo y, señalando el mismo, dicen al rey cristiano que aquel era el arroyo «do la vi» (hoy Arroyo de la Vid). La mujer estaba viva y los pastores la habían trasladado a su cabaña para abrigarla y alimentarla. El resto de la leyenda gira en torno a la felicidad del reencuentro.
Revestida de un halo mágico, la leyenda de Noeima cuenta como su padre, antes de morir, la maldice y condena a que su espíritu vague por el castillo y sus alrededores por facilitar a los cristianos, entre los que estaba su enamorado, el acceso al mismo. Desde entonces su espectro, vestido de seda y tocado con una estrella negra, abandona el castillo en la noche para sentarse a llorar su desdicha en el llamado Cancho de la Mora.
Estas y otras leyendas están envueltas ahora no en la bruma de la historia sino en el humo del incendio.
Por desgracia toca ahora bajar del mundo de las historias del pasado a la realidad actual. No corresponde aquí ni está en mi ánimo especular sobre si el incendio ha sido provocado o tiene su origen en causas naturales. El problema radica en el por qué no se pudo controlar más eficazmente a pesar del esfuerzo denodado de las gentes que luchan contra él.
Es fácil entender que en la propagación y control de un incendio intervienen múltiples factores. No menores, y sin ánimo de ser exhaustivo, la complicadísima meteorología de estos días o los medios disponibles (recuérdese que también está activo el incendio de la Hurdes).
Sin embargo, sí quiero incidir sobre uno del que se lleva hablando mucho tiempo con escaso éxito. Me refiero a las labores tradicionales del mantenimiento del medio rural. La realidad de la España vaciada se traduce en el abandono de tierras ya que la gente encuentra enormes dificultades para vivir del monte. Actividades como la del pastoreo, con la consecuente limpieza del campo, la recogida de leña y elaboración de carbón o la de la caza con la limpieza de cortaderos, solo por citar algunos ejemplos, son actividades que o bien han desaparecido o se encuentran en franco retroceso. Es imprescindible que estas labores que redundan en la protección del campo sean acogidas e impulsadas por las administraciones públicas con responsabilidad sobre los parques.
La conservación de espacios naturales en su forma original, deseable sin duda, no puede llevarse al extremo de impedir la presencia humana más allá del ámbito de recreo
La conservación de espacios naturales en su forma original, deseable sin duda, no puede llevarse al extremo de impedir la presencia humana más allá del ámbito de recreo. El hombre ha intervenido en el medio desde que empezó a cultivar los campos. Dejar ahora a la naturaleza a su albur es tanto como predicar que no se extingan los incendios provocados por un rayo. Absurdo sin duda.
Generalmente estas limitaciones tienen una carga más ideológica que científica y están dictadas por un pensamiento ecologista que se mueve en ocasiones en un plano puramente teórico y que desconoce la realidad del mundo rural. Parece como si se hicieran las normas para que el medio se adaptara a ellas y no al revés.
«Estas limitaciones tienen una carga más ideológica que científica y están dictadas por un pensamiento ecologista que se mueve en ocasiones en un plano puramente teórico y que desconoce la realidad del mundo rural. Parece como si se hicieran las normas para que el medio se adaptara a ellas y no al revés»
Desgraciadamente el riesgo sobre el que habían alertado los alcaldes de la zona y las gentes que viven del campo se ha consumado.
Ahora queda esperar a que las temperaturas y los vientos ayuden a su control. Esto ocurrirá sin duda, pero el daño ya está hecho. Después tocará reflexionar, de manera desapasionada y desideologizada, sobre qué políticas son las adecuadas y cuáles no. Quizá sea el momento de revisar los protocolos reguladores de estos parques a fin de devolver al ámbito privado los derechos a aquellos usos que, no solo no perjudican a la naturaleza, sino que suponen de un lado la protección del entorno y de otro la generación de una riqueza sostenible.
Entre tanto, el buitre, el águila, el halcón seguirán en peligro. Pero sobre todo las gentes de esas tierras seguirán corriendo el riesgo de que su forma de vida y sustento desaparezcan definitivamente.
En resumen, desde mi punto de vista, es necesario recuperar una explotación tradicional y sensata del campo. Fomentar el regreso al mundo rural con ayudas necesarias destinadas a prevenir más que a apagar (que también) los incendios impulsando la explotación ordenada de los recursos naturales en lugar de prohibir actividades que reportarán beneficios tanto desde el punto de vista ecológico como del de generación de riqueza. No hay nadie más interesado en conservar los recursos que quien vive de ellos. Vivir del campo implica cuidarlo y por tanto invertir en prevención.