Al pobre hombre le está cayendo la del pulpo -vae victis-, al tiempo que Juanma Moreno y el PP reciben toda clase de felicitaciones. Pero quizá quepa matizar las cosas, porque haber obtenido más de 880.000 votos –los sufragios que han ido al PSOE- tiene, en las circunstancias concurrentes, un mérito enorme. Casi sobrehumano.
Para empezar, perder tres escaños (de treinta y tres a treinta) es muy poco y además las situaciones no resultan homogéneas y cualquier comparación se hace forzada: en 2018, el PSOE estaba en la Junta y disponía de las famosas redes clientelares (el voto cautivo del que tanto habló Javier Arenas para justificar sus derrotas), siendo así que en 2022 eso había desaparecido. O bien la tal cautividad, en el sentido alimenticio del término, se reducía a los sufragios equivalentes a tres escaños o bien algún encanto habrá sabido desplegar el candidato de la oposición.
Dicho eso, hay que explicar por qué 880.000 votos son muchísimos. Y es que el contexto –la tormenta perfecta- no podía resultar menos propicio.
El contexto –la tormenta perfecta- no podía resultar menos propicio.
Para empezar, por ser sevillano, cosa que en muchos lugares, no sólo en mi Granada natal, despierta un rechazo visceral o al menos una indisposición de principio. Desde el punto de vista de las identidades, los casi cuarenta años de dominio del PSOE han consistido en esencia en un intento de sevillanizar una realidad territorial tan compleja como la andaluza, donde cada una de las ocho provincias es de su padre y de su madre. Más aún: en los últimos tiempos, la capitalidad real (en lo económico y por supuesto en lo cultural) se ha desplazado a Málaga y eso ha hecho que, con mayor o menor justicia (ya se sabe que los estereotipos tienden a exagerar y caricaturizar las cosas), Sevilla sea vista poco menos que como Madrid desde Barcelona, Roma desde Milán o Bruselas desde Londres: Babilonia la ramera. Para Espadas –Alcalde, para más inri-, su origen representaba un obstáculo casi insalvable.
En segundo lugar, el candidato ha tenido que compartir escenario (y varias veces) con Pedro Sánchez, que, analizado con ojos del sur de Despeñaperros, encarna el enésimo eslabón de la cadena de gobernantes madrileños que se esmeran en mantener y mejorar el privilegio catalán. La lista es larga, pero bastará con recordar como pioneros a Cánovas y Cambó, con los aranceles de 1891 y 1922 respectivamente. Josep Pla explicó la protección del textil con palabras muy expresivas: «los catalanes podemos fabricar un millón de calzoncillos, pero no tenemos un millón de culos”. En la lista sigue el mismísimo Franco, autor de la decisión -entonces era así todo- de que la SEAT se instalase precisamente en Barcelona, que fue el punto de arranque de la ola migratoria de los años cincuenta, sesenta y aún setenta. Y, para no agotar al lector, apenas habrá que hablar, en 1980, de quienes, pensando que la autonomía estaba reservada a los díscolos (las regiones ariscas, que había dicho Ortega), lanzaron el desdichado eslogan aquel de “Andaluz, este no es tu referéndum”. El voto del 28 de febrero fue un grito de rebeldía (un basta ya, por así decir) y lo de ahora, cuarenta y dos años después, puede verse como la segunda vuelta de aquello. Porque ha habido cambio de personajes (y las siglas se han invertido: ahora el procatalán es el PSOE de Pedro Sánchez, que no hace nada por evitar que los nietos de aquellos emigrantes se vean agredidos en sus derechos lingüísticos), pero el fondo del discurso sigue siendo idéntico. Que Espadas, en los mítines, haya elegido como colega –y no sólo colega- al tal Sánchez vuelve a constituir un auténtico gol en propia puerta (y por toda la escuadra). La retórica supuestamente progresista que se ha desplegado no hace sino añadir al asunto un carácter grotesco. Esperpéntico, incluso.
El voto del 28 de febrero fue un grito de rebeldía (un basta ya, por así decir) y lo de ahora, cuarenta y dos años después, puede verse como la segunda vuelta de aquello.
Pero, a la hora de los goles en propia puerta (los cariños que matan), no nos podemos olvidar de la presencia de Zapatero y, por si faltaba algo, reivindicando con orgullo a Chaves y Griñán, que para los andaluces (y más todavía si votaron al PSOE en aquellas épocas) significan lo que para los monárquicos el Rey Juan Carlos: ese tipo de personas que han devenido muy incómodas y cuya mera mención provoca sarpullidos. El pasado inmediato es, como bien dijo Alfonso Reyes, el enemigo.
Pero, aparte del apoyo y la presencia de Sánchez y Zapatero (dos verdaderas losas: en derecho les llamaríamos censos irredimibles), entre los defensores teóricos de Espadas ha habido otro que se ha convertido en un verdugo auténticamente implacable. Me refiero al periódico El país, que durante la campaña dedicó varias portadas, con evidente ánimo de perjudicar al PP, a sacar a pasear la efigie de Villarejo. Todos tenemos debilidades (y el PSOE andaluz no es una excepción), pero el sentido común aconseja no confesarlas, porque desde el Derecho romano sabemos que la confesión es la reina de las pruebas: exhumar del adversario unas historias tan añejas es algo que sólo puede ser visto por cualquier observador imparcial como un reconocimiento de impotencia en lo que son los auténticos argumentos. Con amigos así, el candidato Espadas no necesitaba enemigos.
Pero todavía quedaba, y ya en cuarto lugar, el remate. Siendo evidente que el PSOE tenía una alianza táctica con Vox (cuya subida anhelaba), he aquí que la candidata de este último partido no tuvo mejor idea que poner las cartas sobre la mesa de un modo casi grosero (“aunque Moreno sólo necesite un voto…”). Las pinzas –la concordia oppositorum- sólo pueden ser efectivas si las partes tienen el cuidado de no reconocer de manera explícita su existencia.
Siendo evidente que el PSOE tenía una alianza táctica con Vox (cuya subida anhelaba), he aquí que la candidata de este último partido no tuvo mejor idea que poner las cartas sobre la mesa de un modo casi grosero (“aunque Moreno sólo necesite un voto…”).
En fin, que el tal Espadas no podía encontrarse en un entorno más desgraciado: casi una conjunción astral en su contra. Menos mal que en esta ocasión los propagandistas de su partido, escarmentados por el patinazo de Madrid hace poco más de un año, no exhibieron las cartas de amenazas con la cuchillería de Albacete en el interior: la foto de navajita plateá en la puerta del Congreso de los Diputados en abril de 2022 habría supuesto, para el candidato a la Junta, el tiro de gracia.
Que, con todo eso en contra, a nuestro hombre hayan ido más de 880.000 sufragios –una auténtica muchedumbre- sólo puede explicarse de dos maneras: que los partidos sean religiones (o incluso sectas) o –lo que yo tiendo a pensar para no caer en el desánimo absoluto- que él personalmente sea un Titán, casi un Hércules redivivo. Sólo los muy mezquinos no serían capaces de reconocerlo.