Después del gran choque de trenes de 2017, el independentismo sobrevive planteando pequeños choques con la legalidad que sirven para que sus seguidores mantengan la ilusión. Pequeñas desobediencias, pequeños desafíos, siempre acompañados de grandes aspavientos y falsas indignaciones. Puede ser por una pancarta en balcón público durante una campaña electoral —¿quién se acuerda de lo que decía la que llevó a la inhabilitación de Quim Torra?—, por la inhabilitación de un diputado —¿quién se acuerda de Pau Juvillà?—, o por una sentencia sobre la enseñanza de lenguas oficiales en la escuela, que es el gran tema de estos días.
El 21 de enero pasado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) declaró firme la sentencia que obliga a impartir en castellano al menos el 25% de las clases en el sistema educativo catalán. A partir de ahí, la Generalitat disponía de dos meses para adaptar voluntariamente su normativa. Si no lo hiciera, acabará llegando una orden de ejecución forzosa del Gobierno central, que fue el demandante.
Un acuerdo de no confrontación
Todo el mundo sabe que las sentencias hay que cumplirlas, aunque sea a regañadientes. Y como lo sabe incluso el gobierno de la Generalitat, a pesar de su adicción a las declaraciones que se las lleva el viento, se llegó a un acuerdo entre ERC, JxCat, PSC y Comunes, que suman 106 de 135 escaños, para reformar la Ley de Política Lingüística.
Dicho acuerdo, informa El País, «evita fijar cuotas de presencia de cada una de las dos lenguas en los términos que ha dictado la justicia» y pasa a la pelota a «los centros educativos para decidir, en virtud de su realidad social y lingüística, cuál debe ser la proporción de cada uno de los idiomas».
A pesar de su elasticidad y de que evita calificar explícitamente el castellano como «lengua vehicular», se trata de un acuerdo de no confrontación, como resalta Vilaweb.
Pero JxCat, que no pierde ocasión de alejarse del moderantismo y la sensatez, «congeló el acuerdo después de una reunión en el Parlamento y de la intervención interna de su presidente, Carles Puigdemont». El pretexto fue que «la modificación de la ley no había pasado por la ejecutiva del partido ni se había consensuado en el grupo parlamentario, aunque se había gestado en la cúpula del grupo, y con la intervención de Jordi Sánchez y Laura Borràs, según fuentes del partido consultadas».
No queda claro cuál es el problema interno, pero el jueves 24 pasaron en cuestión de horas de hacerse la foto con el acuerdo firmado en mano, a manifestar que (tweet) «ante el rechazo que la propuesta de modificación de la Ley de Política Lingüística ha generado entre las entidades defensoras de la lengua y la comunidad educativa, hemos trasladado a los grupos parlamentarios la necesidad de encontrar un imprescindible consenso mayoritario». Habiendo llegado a un consenso parlamentario de 106 de 135 escaños, ¿con quién más hay que ponerse de acuerdo?.
Admitir la derrota
Aunque la cuota del 25% no anuncia ningún apocalipsis lingüístico, de repente la consigna es advertir que el catalán está amenazadísimo. Joan Vall Clara, el sábado 26 en el Punt-Avui —El botó de l’autodestrucció—, dice que no entiende nada de la política catalana: «Si no paramos esta locura sufriremos de verdad. Temo que estamos en el camino del no retorno. La herida que provocará el acuerdo de partidos sobre la lengua es la herida definitiva que esperaba el españolismo y el unionismo».
Aunque la cuota del 25% no anuncia ningún apocalipsis lingüístico, de repente la consigna es advertir que el catalán está amenazadísimo.
Desde luego, la división entre independentistas no la va a lamentar el unionismo, pero no se puede decir que la haya provocado; más bien los motivos de fricción los encuentran los independentistas a diario por propia iniciativa.
Paralelamente, Iu Forn en el Nacional también está intentando entender el pacto por el catalán en la escuela; intentando entender, entre otras cosas, «si somos un país lleno de traidores y colaboracionistas o de lo que está lleno es de revolucionarios de sofá». Al menos entiende que si «el independentismo de base está muy cabreado con los políticos» es porque «en el subconsciente está el desencanto de tener que admitir otra derrota».
«Si somos un país lleno de traidores y colaboracionistas o de lo que está lleno es de revolucionarios de sofá».
Iu Forn
En situaciones así se puede comprobar el talante de los políticos. Al inicio de la transición, Santiago Carrillo tuvo que convencer a los suyos de que la república no iba a volver; Felipe González tuvo que convencer a los suyos de que no habría nacionalizaciones, y Heribert Barrera tuvo que convencer a los suyos de que se podía hablar de autodeterminación pero sin recaer en la ilegalidad por ningún motivo.
No debería ser tan difícil reconocer en público lo que se dice en privado y que además es evidente, que el proceso a la independencia ha acabado en polvo, en sombra, en nada. Asumir las propias responsabilidades y los propios errores —más allá de repetir: «Estado malo»— es el primer paso para recuperar la confianza perdida.
Y oportunamente Forn se pregunta si «eso que llaman Proyectos Lingüísticos de Centro son reales o cada profesor de cada asignatura de cada centro hace lo que puede. Voto por la opción B».
La inmersión está muerta
Pilar Rahola, profesional de la indignación, se explaya contra este aspecto del proyecto de modificación de la Ley de Política Lingüística en el último de sus videos: «¿Pero qué quieren ustedes? ¿Convertir cada escuela en una batalla campal? ¿Ponerles encima el foco? De ningún modo, esto es un disparate.»
No es una buena idea, ya que las escuelas deberían desarrollar su trabajo con directrices claras y sin convertirse en un centro de debate sobre cuestiones que están muy por encima de su cometido; pero peor sería multiplicar las entidades, como pide Rahola —y cita: Òmnium, Plataforma per la Llengua, Assemblea Groga, sindicatos…—, cuando la responsabilidad es enteramente del poder legislativo.
Está bien intentar ir más allá del «consenso en las jerarquías políticas» y escuchar a los sectores implicados, pero otra cosa es que para aprobar una normativa haya que pasar por el filtro de grupos activistas, y más en una cuestión como la lingüística, que es terreno abonado por múltiples demagogias.
Vicent Partal en Vilaweb afirma que la inmersión está muerta desde dentro ya que la modificación de la ley de política lingüística que se plantea «consagrará, ahora de forma legal, la presencia del castellano en la enseñanza». En realidad, la presencia del castellano viene de una legalidad muy superior, de la misma Constitución.
Habla, muy exageradamente, de «una gran indignación» y de «una gran convulsión ciudadana», y reconoce que «ya no me sorprende casi nada de ese lamentable gobierno independentista que tenemos». Lo que no dice es que en una hipotética Cataluña independiente, oficialidades a parte, el castellano no desaparecería durante un par de generaciones al menos.
Los felices ochenta no volverán
En el Ara, Toni Soler defiende, con reparos, ese acuerdo defensivo. Empieza haciendo un poco de historia: «El Estatuto de 1979 (…), aunque destacaba el carácter del catalán como lengua ‘propia’, no limitaba ni la oficialidad del castellano ni los derechos de sus hablantes. Esto permitió aplicar la inmersión lingüística sin trabas legales. Esto, y la benevolencia del Estado en esos años. La reforma del Estatut del 2006 pretendió ‘blindar’ el catalán y, en un contexto de feroz anticatalanismo, dio excusas al Tribunal Constitucional para contraatacar. De ahí se derivan todas las sentencias que han ido socavando la inmersión. Lo que se ha pretendido ahora es volver a los felices ochenta, con un acuerdo de amplia mayoría (106 sobre 135 diputados) que, con un léxico vaporoso y sin porcentajes, tiene la virtud de permitir a los firmantes vender la nueva normativa en el sentido que más le conviene a cada uno.»
Soler reconoce al acuerdo la flexibilidad como virtud: «La flexibilidad de la nueva normativa permitirá a las direcciones de los centros y a los propios maestros aplicar el régimen lingüístico en cada escuela. Todos sabemos (y ahora lo dicen las estadísticas oficiales) que hay muchos maestros que se han saltado el uso preferente del catalán en las clases, atendiendo a la realidad sociolingüística del alumnado o su preferencia personal.» Es una manera de decir que la ley corre en pos de la realidad para reconocerla.
Pero también anuncia un peligro: «Mucho me temo que los enemigos del catalán no se amansarán con esta nueva norma, al contrario: creo que han olido sangre y que intentarán hacer de cada escuela un campo de batalla lingüístico, el primer paso hacia la ulsterización del país que tanto desean.»
Y anuncia lo que será probablemente el siguiente capítulo de la defensa del catalán, la aplicación del modelo vasco: «Si las aulas empiezan a reproducir la castellanización galopante de nuestras calles, quizá habrá que renunciar al espejismo de una única línea de la escuela pública catalana». Vale la pena pararse a pensar en cómo podrían vivir las escuelas al margen de esa «castellanización galopante».
Albert Pla en el mismo Ara afirma que la inmersión realmente existente está lejos del 75% y también apuesta por el modelo vasco: «Si después de 30 años de inmersión el uso del catalán sólo es alto en los centros con entornos más catalanes, ¿de verdad podemos pensar que dándoles libertad garantizaremos que los alumnos acaben sabiendo igual catalán y castellano? (…) Sólo acabará habiendo escuela pública en catalán donde el catalán sea socialmente dominante, y se empezará a ver como menos indeseable la doble red pública según la lengua vehicular.»
Una vez más, se intenta ocultar la realidad sociolingüística, se usa la enseñanza del catalán como pretexto para luchas políticas de escasa entidad y se profieren amenazas que nunca se acaban materializando.