Sobre el autoengaño independentista

Participantes sentados en las sillas de separación en una concentración de la ANC, Òmnium y la AMI por la Diada de Cataluña. Foto: Europa Press

«Te pueden engañar una vez, pero cuando te engañan sistemáticamente y sigues confiando en quienes te engañan, tienes un problema de autoengaño. La mayoría independentista no es mayoría ni es independentista.» Lo afirma Jordi Barbeta en El Nacional el 6 de febrero —El Estado está dispuesto a matar, pero los catalanes no van a morir—. Subrayémoslo: no lo dice un columnista de la llamada Brunete mediática, lo dice Barbeta en El Nacional. Que «la mayoría independentista no es mayoría ni es independentista» lo sabe todo el mundo, pero en Cataluña no está bien visto decirlo alto y claro. 

A diferencia de los excursionistas, que en cuanto se pierden lo reconocen y, mal que les pese, ponen remedio a la situación, los políticos pueden persistir en el error durante años. Íbamos bien, dicen, hasta que… nos traicionaron unos, nos vendieron otros, no pudimos luchar contra los elementos, no esperábamos tanto juego sucio. Excusas a puñados, mientras puedan mantener su credibilidad entre una cantidad suficiente de fieles. El independentismo ha superado dos elecciones autonómicas, 2017 y 2021, sin haber rectificado su discurso, aunque habiendo rebajado el nivel de amenaza —va a ser verdad lo del valor pedagógico de la cárcel, que decía la marquesa de Casa Fuerte—. Hace falta algo más para disipar la amenaza latente, recuperar la tranquilidad y no estar pensando cada día que algún iluminado pretenderá «volverlo a hacer». Los políticos, mientras el sueldo aguante, pueden permitirse mantener el tipo, impasible el ademán; los analistas con un mínimo de lucidez se dan cuenta de que el barco no se sostendrá a flote mucho tiempo y de que cuando llegue el naufragio no habrá botes suficientes.

Los discursos y las acciones

Cuando el éxito no acompaña y los augurios son claramente desfavorables, los entusiastas de ayer se convierten en los reticentes de hoy. Francesc-Marc Álvaro, en un artículo en Nació Digital el pasado día 10 —No ens ho expliqueu—, deplora «la molestia que produce entre algunos dirigentes políticos y entre algunos entornos que se expliquen los hechos y, sobre todo, que se comparen los discursos con las acciones, lo que es de primero de periodismo». 

Comparar los discursos con las acciones, y afear a los gobernantes su soberbia, su desmesura y las nefastas consecuencias de sus iniciativas es de primero de ciudadanía. Ya lo era cuando Àrtur Mas pregonaba en 2012 —Hem pujat a les barques…—: «Hemos subido a las barcas y hemos puesto rumbo a Ítaca, pero nuestra flota la tiene que conformar todo el pueblo de Catalunya.» Entonces, dirigiéndose a los militantes de su partido, hablaba así de sus años en la oposición: «En la travesía del desierto éramos soldados derrotados pero al servicio de una patria invencible llamada Cataluña». 

Y el futuro iba a ser glorioso: «No sé si veremos los Estados Unidos de Europa, pero si los vemos Cataluña será como Massachusetts. Y si los Estados Unidos de Europa no se pueden materializar, nosotros tenemos derecho igualmente a tener las estructuras que nos permitan garantizar nuestra libertad, nuestra cultura y nuestros derechos.» El resultado está a la vista. Mas renunció a la política en 2016, traspasando la presidencia de la Generalitat a Carles Puigdemont; el partido dejó de existir poco después, y Cataluña está muy lejos de ser Massachusetts, pero se parece bastante al de la película Al límite, donde varias veces los personajes lamentan: «Todo está prohibido en Massachusetts». Restricciones de todo tipo, más impuestos que nunca, y nada de business friendly, como pretendía ser la política de Mas, todo lo contrario.

El efecto burbuja de Twitter

Cuántas ocasiones perdidas de comparar los discursos con las acciones, de reprochar las contradicciones, de comprobar los datos, de negar las premisas, de rechazar las conclusiones y de llevar la contraria al poder. Si el llamado proceso llegó tan lejos fue porque la información se redujo al mínimo y buena parte del periodismo se puso al servicio de la propaganda. ¿O acaso, al acercarse el momento decisivo del desafío, no circulaban listas de medios de los que el buen independentista podía fiarse? Sólo tres o cuatro, de los otros ni caso.

Álvaro reconoce, ahora, que «en algunos círculos independentistas (…)  no se quiere saber nada de los problemas, rencillas, contradicciones y ridículos que protagonizan figuras del independentismo». Se refiere al caso Juvillà, pero fue así siempre. Nunca quisieron saber nada de los problemas en que se iban a meter y en que iban a meter a todos sus conciudadanos. Era entonces cuanto más falta hacía conservar la calma y hablar claro. Ahora poner en evidencia a Laura Borràs es puro trámite y tiene escaso mérito.

Álvaro descubre, ahora, que en «las redes sociales, especialmente Twitter (…) hay un efecto burbuja, que contribuye poderosamente a crear espejismos de sentido, que no ayudan a los dirigentes políticos a pensar con claridad sobre lo que se hace y lo que se dice». Es al revés: los políticos no son nunca víctimas de Twitter sino a menudo los impulsores de que la superficialidad, el exabrupto y el chiste malo protagonicen el debate. Y los medios de comunicación clásicos han sido cómplices necesarios de esta degradación. 

Ciertamente, «no se podrá avanzar si no se puede informar sobre lo que ocurre y no se puede comentar libremente sobre partidos, entidades y dirigentes. Quien quiere el silencio es porque quiere hacer y deshacer sin dar explicaciones». Así fue y así sigue siendo. El periodismo bien entendido debería apresurarse a recuperar el terreno perdido, si no es demasiado tarde. 

Volver a «hacer país»

Voliendo al artículo de Jordi Barbeta del principio, contiene un reconocimiento intelectualmente fácil pero políticamente difícil: «Quizás sí que muchos catalanes habían estado dispuestos en octubre de 2017 a llegar hasta donde fuera necesario. Sin embargo, como se vio después, los líderes de la movilización más sinceros sólo pretendían renegociar con el Estado una ampliación del autogobierno descabezado por el Tribunal Constitucional.» Una vez más se ve qué tarde llegamos para denunciar la enorme distancia que hubo entre los discursos y las acciones, entre las expectativas creadas y los recursos disponibles.

Aún así, persiste Barbeta en alimentar el discurso del procesismo: «La beligerancia del Estado se explica porque a pesar de ser evidente que Catalunya no dispone de la fuerza suficiente para independizarse, sí tiene ―o tenía― la capacidad de desestabilizar el Estado y, por tanto, le conviene seguir utilizando todos los instrumentos de disuasión, porque una cosa son los políticos de turno que están de paso y otra muy distinta es la nación que puede despertar en cualquier momento como ha hecho tantas veces.» 

Evidente lo será ahora, porque durant todos aquellos años nos dijeron que todo estaba por hacer y todo era posible, y que «nada ni nadie detendrá la fuerza que nos empuja a construir la República catalana» (frase de la ANC en 2015). En cuanto a la nación que tantas veces ha despertado, y con escaso éxito a lo que se ve, es otro ejemplo de proyección al pasado de las ambiciones del presente. A la hora de la verdad, es una táctica escasamente movilizadora.

Al final, la recomendación de Barbeta es volver al «hacer país» de Jordi Pujol en los años 60 y abandonar los sueños imposibles. «La independencia no es ahora un objetivo factible, pero nunca lo será si no hay país. Así que, después de todo lo ocurrido, la prioridad debería ser la recuperación física y psicológica del país.» No parecen haberlo entendido todavía.

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