Cuatro años ya de todo aquello. La declaración de independencia ya es materia para historiadores. Fue aprobada por el Parlamento de Cataluña en una votación secreta, por 70 votos a favor, 10 en contra, 2 en blanco y 53 ausencias: una victoria muy estrecha para algo tan importante como «constituir la República catalana como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social». Las caras largas de los diputados que habían votado a favor y el hecho de que la bandera española siguiera izada al día siguiente en el Palacio de la Generalitat dicen más del suceso que la intervención de la autonomía que decretó inmediatamente el gobierno español.
El aniversario no ha sido muy celebrado por la prensa independentista. El editorial de El Punt-Avui —Una declaració fundacional— lo evoca rutinariamente como expresión de la «voluntad democrática de los ciudadanos de este país» y como inicio de «la cuenta atrás de un movimiento de emancipación nacional que no tiene marcha atrás y que sigue recibiendo el apoyo cada vez más mayoritario de la sociedad catalana». Traidor el que lo dude.
El diario Ara recuerda cómo tenía que ser el día siguiente de la DUI. Lo que estaba previsto era aplicar la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana, como «norma suprema (…) durante el proceso de transición». Y se pregunta, con fingida ingenuidad, «¿qué capacidad tenía el Gobierno de controlar el territorio? Incluso la CUP —que defendía aplicar la ley sin excusas— reconocía que no se podría controlar las fronteras, los aeropuertos, los puertos ni la economía al menos hasta que pasaran unos meses. Durante ese tiempo se había previsto hasta 21 decretos para sustentar la nueva legalidad. No se aprobó ninguno, la Generalitat fue intervenida y el presidente y los consellers, encarcelados o en el exilio». ¿Qué sentido tenía pues hacer una declaración de independencia que, incluso en el improbable caso que fuera aceptada y reconocida por el Estado español, no podía materializarse sino al cabo de meses, o años, y después de complejas negociaciones?
Aragonés, en fuera de juego voluntario
En el mundo real —no en esos juegos de rol que entretienen a los independentistas—, la independencia se consigue —no suele ser de manera incruenta—, y una vez conseguida se proclama, no al revés. Octubre de 2017, para los que consiguieron pararlo, es el final de un desafío que había llegado demasiado lejos; para los que lo impulsaron, es más bien el episodio final de la primera temporada de una serie que durará cuanto haga falta.
Laura Borràs ha declarado solemnemente que la DUI sigue siendo más necesaria que nunca y que fue «una oportunidad para corregir los déficits democráticos, [para conseguir] una sociedad más justa, segura, sostenible y solidaria». De lo que se trataba, al menos en apariencia, era de conseguir la secesión de estas cuatro provincias, no de hacer una sociedad más justa, etc. Para eso, uno no se complica tanto la vida, ya que esas buenas intenciones son compartidas por todos los políticos y por todas las participantes en concursos de belleza.
Jordi Juan, en La Vanguardia —La superioridad catalana—, recuerda que, después de «muchos años y muchas campañas de pedagogía, la Generalitat decidió en el 2000 invertir 2.400 millones de las antiguas pesetas en una vasta operación mediática para mejorar la imagen de Catalunya en el resto de España», pero «llegó un día en que el nacionalismo catalán decidió que ya no podía tratar de enamorar más a España y optó por otro camino que ha llevado a la situación actual, donde la imagen de Catalunya se ha deteriorado en muchos rincones del Estado». Y a la inversa: «Muchos catalanes no se sienten hoy españoles y han desconectado totalmente de lo español.»
Con tanta frustración y tantos sentimientos envenados no es fácil la conllevancia, pero los políticos están para resolver los conflictos, que para eso les votamos, no para agravarlos, que es lo que suelen hacer. Jordi Juan reprocha al presidente Aragonès que decline la asistencia a reuniones multilaterales, como la conferencia de presidentes autonómicos, el pasado julio, o la reunión empresarial de Zaragoza, el jueves 28, en la que participan las patronales de Cataluña, Valencia, Aragón y las Baleares, porque «deja un halo de prepotencia que no lleva a ninguna parte».
Sobre esta reunión, informa también La Vanguardia: «Las cuatro autonomías comparten importantes lazos históricos y sociales. Unos vínculos que alcanzan gran relevancia en el terreno económico, sumando en la actualidad más del 34% del PIB nacional, 35.800 millones de euros, y una intensa relación tanto entre empresas como con los consumidores de las cuatro comunidades autónomas, especialmente aquellas situadas en las zonas limítrofes. Como dato clave, Catalunya es el principal cliente de la Comunidad Valenciana y viceversa.»
Volver a la política real, a defender los intereses reales de los catalanes, dejando al margen, aunque sea provisionalmente, los proyectos irreales que se han visto frustrados por la tozuda realidad, está resultando muy difícil a los independentistas en el gobierno. Manejaron durante años muchas hojas de ruta; nadie les reprochará no haberlo intentado. Referéndum de autodeterminación, ni hubo ni habrá. Además, los líderes que acabaron en la cárcel han sido indultados, y ya no sirven de excusa. Bien, ¿y ahora qué?
El modelo revolucionario catalán
En Les trampes dels sobiranistes, en Vilaweb, Julià de Jòdar, polemizando con los que aspiran a una solución confederal para los pueblos del Estado, reivindica el papel protagonista de Cataluña, desde donde hemos «sentado las bases para la caída de la monarquía —que se lo pregunten al reyezuelo del 3-O— y la creación de la República Catalana». Estamos asistiendo a la «crisis fundamental del régimen», en la cual la «liberación de una nación sin estado», comportaría el riesgo para este «estado opresor» de «hundirse en tanto que autoridad territorial suprema y haría entrar a los españoles en el túnel de los pueblos sin estado». Casi nada.
El enemigo, aunque no usa este término, es el pueblo español, «porque es el pueblo español, y no otro, el que sostiene la base hegemónica del estado en términos nacionales, y es ese pueblo español el que necesita la razón de estado para sobrevivir». El autor recomienda el modelo revolucionario catalán a todas las Españas: «Nosotros, los independentistas, podemos decir muy alto y claro que los primeros deberes republicanos y populares ya los hicimos.»
Por consiguiente, «la primera prueba de honradez, por parte de las izquierdas españolas soberanistas, sería reconocer que en Cataluña tienen la piedra de toque, el ejemplo genuino de una moral política de masas, la estrategia democrática disruptiva frente al estado.» Nuestra «insurrección democrático-popular (…) debería servirles de ejemplo a todos los pueblos del estado, periféricos o vaciados, si quieren cambiar las bases de su estado».