Por tradición, los expresidentes suelen dedicarse a cosas que no molestan al que les sucede en el cargo. En el caso de Cataluña, ni Jordi Pujol, ni Pasqual Maragall, ni Artur Mas, ni Quim Torra han roto la costumbre. El último, por ejemplo, se dedica a promocionar la ratafia y a homenajear a racistas como Heribert Barrera y, salvo en algún momento muy excepcional, parece haber olvidado que algún día pasó por la Presidencia de la Generalitat. Nada que ver con el posconvergente Carles Puigdemont, quien no solo no parece asumir que ya no gobierna sino que se ha tomado en serio eso de hacer la oposición a ERC desde Waterloo mientras que en Barcelona pactan el Govern.
Da la impresión de que Puigdemont teme quedar aislado fuera de España, en lo que el separatismo llama pomposamente «el exilio». Y todo indica que razones no le faltan. Junts ha pactado con ERC el Govern y, a pesar de que la relación entre ambas formaciones es nefasta, la realidad se impone y la posconvergencia no está dispuesta a pasar a la oposición cuando puede seguir controlando las ingentes cantidades de dinero que gestiona la comunidad autónoma. Cierto es que nada de ello se ha hecho sin el beneplácito del expresidente. Pero el día a día de Junts discurre en Cataluña y no se gestiona, a pesar de los numerosos intentos de Puigdemont, desde el Consell per la República.
Una de espías
Desde Waterloo y Estrasburgo, Puigdemont no parece ser muy consciente de esta situación y se dedica a buscar, cada vez más lamentablemente, ser portada en los medios catalanes con la esperanza de no perder influencia. Así, en los últimos días ha deleitado a sus simpatizantes con historias como la del «espionaje político de alta envergadura» del que supuestamente es víctima. Pero también con otras igualmente delirantes como su protesta porque en El Mundo, en un artículo de opinión, se empleaba el verbo «matar» entre comillas para indicar la necesidad que tienen PSOE y ERC de acabar con sus injerencias. Por no hablar del culebrón que, de la mano de su secretario, Josep Lluís Alay, ha llevado el procés y sus relaciones exteriores a la portada del The New York Times.
Y es que el expresidente ha pasado de ser el líder del separatismo en el exilio a un político molesto hasta para los suyos. La posconvergencia, al menos la que tiene cargo, es pragmática y no está dispuesta a renunciar al poder por mucho que ese fuera el gesto coherente con su estrategia contra ERC. Cierto es que, en la lejanía, Puigdemont puede jugar un papel que después en Barcelona aprovechen Jordi Sánchez, Laura Borràs y compañía. Sin embargo, la cosa no va nunca más allá de las palabras. Se ha visto esta semana con la mesa de diálogo con el Gobierno central. Una reunión a la que no acudió ningún representante de Junts porque el republicano Aragonés se atrevió, por primera vez desde que comparten Govern, a dar un golpe sobre la mesa e imponer su criterio. La posconvergencia no tardó ni 24 horas en afirmar que, para próximos encuentros, se pensarían la estrategia.
Junts no se irá del Govern
Junts «nunca cuestionará la legitimidad» de Pere Aragonés, ha dicho el secretario general de la formación, Jordi Sánchez, este sábado. Y menos aún pondrán «en riesgo el trabajo con el 52% por la independencia». Una elegante manera de decir que no abandonarán el Govern.
Así las cosas, todo parece indicar que a Carles Puigdemont le queda una larga travesía por el desierto judicial y político. El socialista Pedro Sánchez ha aparcado la reforma del Código Penal que le permitiría regresar a España sin temor a ser encarcelado. Y ERC parece tener cada vez más claro que, si no es con Junts, ya habrá otros con los que compartir gobierno. Tal vez Cataluña esté más cerca de poner los pies en su realidad como comunidad autónoma que de volver a dedicar recursos públicos y esfuerzos a una independencia que, de momento, no pasa de la utopía.