Estos son tiempos de incertidumbre, y lo serían incluso si la política no contribuyese a acrecentarla hasta la dimensión apocalíptica. El papel jugado por el catalanismo político en España como garantía de estabilidad, progreso y europeísmo ha quedado vacante. El independentismo actual se ha instalado en la nostalgia por lo que pudo haber sido y la esperanza de volverlo a intentar. Por el momento, sólo está en condiciones de garantizar inestabilidad, crispación y subida de impuestos.
Enric Marín i Otto, en un artículo en Nació Digital —L’actualitat d’Òmnium 60 anys després—, lanza una mirada de largo alcance histórico sobre las últimas décadas en Cataluña, y concluye: «Ciertamente, el republicanismo independentista no logró sus objetivos en otoño de 2017. Tampoco el Estado.»
A ver, el Estado no dejó de existir aquella temporada, sigue existiendo y no se prevé su disolución en un futuro próximo; en cambio, la proclamada república catalana no existe ni siquiera en el ámbito virtual a pesar de los esfuerzos de una entidad privada llamada Consell per la República. Es evidente que el independentismo no logró sus objetivos, mientras que el Estado sí consiguió el objetivo de seguir funcionando en todo su territorio.
Sigue Marín: «No es necesario insistir aquí sobre la interpretación histórica y política de lo que ocurrió aquellas semanas, aquellos meses.» Pues sí habría que seguir revisándolo, porque del correcto entendimiento de aquellos hechos dependerá la manera de afrontar el futuro. No se puede reconocer un fracaso, y al mismo tiempo mantener intocables los análisis que llevaron a él.
«La consecuencia es que se ha abierto una nueva fase de acumulación de fuerzas en el proceso de autodeterminación de Cataluña. Una fase cuya duración nadie puede predecir. Naturalmente, tampoco el desenlace.» Se nota en el ambiente que el independentismo, con liderazgos enfrentados y estrategias discrepantes, está en una fase de esperar y ver; llamarla «fase de acumulación de fuerzas» es una muestra más del optimismo de la voluntad que es el ingrediente fundamental del proceso.
O solo se está mirando el ombligo
Francesc-Marc Àlvaro, también en Nació Digital — Acumular forces o no—, discrepa abiertamente del análisis optimista de Marín: «¿Y si resulta que esta acumulación de fuerzas tocó techo en octubre de 2017 y aún no lo hemos sabido ver? ¿Y si las fuerzas, en vez de acumularse, se disgregan y se produce un efecto de resta durante los próximos años? ¿Y si confundimos la movilización con la acumulación y eso nos oculta la dinámica social persistente que queda fuera de las referencias soberanistas? ¿Y si lo que interpretamos como una acumulación de fuerzas no es otra cosa que un movimiento reactivo que tiende a mirarse el ombligo más que a actuar como una mancha de aceite?»
Y si resulta que estáis equivocados, viene a preguntar Álvaro. Al independentismo, después de chocar aparatosamente con la realidad, le conviene hacerse cargo de sus errores y no dar la culpa a la realidad por no ajustarse a sus fantasías. El pesimismo de la razón que puede aportar alguien como Álvaro, que no es congénitamente hostil a las iniciativas secesionistas, puede ser de gran ayuda.
«Suelo resumir este panorama con el siguiente enunciado: “Las esteladas son muy escasas en la factoría Seat de Martorell y en las reuniones de Fomento del Trabajo”. El día que el independentismo sea una realidad entre los trabajadores de las grandes industrias y entre las elites barcelonesas más conservadoras habremos llegado al prólogo de la desconexión por decantación social. Entonces será exacto hablar de hegemonía, no ahora. Mientras esto no ocurra (ahora mismo no lo veo), los partidos y entidades independentistas tienen delante muchos actores que no participan de su relato ni de sus prioridades. Esto les obliga a hacer mucha (y fina) política y, sobre todo, crear sinergias que permitan llegar a públicos no soberanistas por —digamos— la puerta trasera».
Nada nuevo. Ante el previsible empate de la confrontación, llegar a públicos no soberanistas siempre se ha visto como una necesidad, aunque los anzuelos han sido lanzados únicamente a las aguas donde nada el público más izquierdista; de ahí la insistencia en mitificar los años 30 y el régimen republicano, o la infantil demanda de independencia «para cambiarlo todo».
Pero en el razonamiento de Álvaro subyace un aspecto poco frecuentado por los analistas: cuáles son los sectores sociales que más apuestan por la independencia. Aunque el sufragio universal impone la igualdad de todos los ciudadanos en la toma de decisiones políticas, no es lo mismo que un proyecto sea apoyado por las grandes organizaciones empresariales, profesionales y sindicales que por funcionarios, jubilados y figuras mediáticas.
Un plan C, por favor
En La Vanguardia, Josep Martí Blanch —Aprender la lección— afirma que los gobiernos central y autonómico, a pesar de las discrepancias que manifiestan en público, están condenados a llegar a acuerdos, ya que a ambos les conviene dar a entender que «no son iguales los resultados cuando la Generalitat y el Estado están liderados por pragmáticos que cuando estas mismas instituciones las encabezan irreductibles». La idea es que todo podría ser peor si gobernaran los otros.
La reciente y superficial controversia entre portavoces de uno y otro gobierno sobre quién ha de aprender lecciones de quién tiene mucho de teatro. Según Martí Blanch, la lección «está aprendida en uno y otro lado, por mucho que la ministra y el president jueguen a despistarnos con fatuos desafíos verbales. Y de la lección ya aprendida deriva un plan: hay que alargar los tiempos, ponernos de acuerdo en algunas cosas de índole práctica y tangible, arañarnos de vez en cuando sin noquearnos y cruzar los dedos para que nuestros electorados nos acaben premiando por tener más cintura que un boxeador».
En El Punt-Avui, Joan Vall Clara afirma que lo que hace falta es un plan C, entendiendo por plan A la mesa de diálogo para intentar conseguir un referéndum, lo que sería la postura de ERC, y por plan B, la negativa a renunciar a la unilateralidad, lo que sería la postura de JxCat.
Ante tanta inconsistencia, entiende Vall, «lo que falta es un plan C, para cuando la derecha vuelva al poder en España. Vendrá cargada, lo sabemos». Sí, falta un plan C, pero no a cargo de los mismos que nos han arruinado con tantos desbordamientos democràticos, hojas de ruta, vías a la independencia, controles del territorio, apoderamientos ciudadanos y jugadas maestras. Hace falta un plan C para dejar atrás todo esto.