En Derecho es legítimo el poder obtenido por los medios previstos en la norma. Así, es innegable que el gobierno actual ha surgido de unas elecciones conforme a la legalidad, con los votos de los parlamentarios electos y en el ejercicio de su cargo. En Ciencia Política la legitimidad es algo diferente, es la capacidad de un poder de conseguir la obediencia sin necesidad de recurrir a la coacción. Max Weber distinguió entre la legitimidad tradicional (que en el Antiguo Régimen conectaba al monarca con la divinidad), la racional democrática y la carismática. Norberto Bobbio nos ha enseñado que en todo poder se combinan en distinto grado las diversas formas de legitimación.
La legitimidad democrática del gobierno resulta de la voluntad popular e implica compartir valores, ideales y derechos con los ciudadanos. El buen gobernante tiene en cuenta y procura favorecer a la totalidad de la población que le debe brindar su beneplácito y cooperación. Su virtud consiste en actuar por consenso y con respeto a las minorías. La legitimación carismática se defiende y define entre nosotros en 1942, por Francisco Javier Conde, catedrático de Derecho Político, en su «Contribución a la doctrina del caudillaje». El caudillo, para Conde, basa su legitimidad en la destrucción del adversario, así, escribe que «el poder se ha visto impelido a proclamar el estado de guerra y asumir la plenitud del mando», en la instauración de un nuevo régimen con vocación de permanencia y en la exaltación de las cualidades del césar. Estas enseñanzas, inmersas en la «Teología política» de Carl Schmitt, no se han desvanecido, sino que parecen revivir en el ala izquierda de La Moncloa. Hoy en España puede decirse que sobre la legitimación jurídica y democrática del gobierno se superponen, en la figura de Pedro Sánchez, elementos caudillistas impropios de la democracia representativa.
Hoy en España puede decirse que sobre la legitimación jurídica y democrática del gobierno se superponen, en la figura de Pedro Sánchez, elementos caudillistas impropios de la democracia representativa
La destrucción del adversario se inicia con su conversión en enemigo y su exclusión de los buenos demócratas. La oposición no puede criticar, lo hace mal: crispa. Para destruir al enemigo se utilizan todas las armas no letales: los medios, el parlamento, el centro de investigaciones sociológicas, el aparato entero del Estado, las ayudas europeas, las subvenciones a la prensa, las ayudas a las pymes y autónomos, las vacunas, la mortalidad, el lawfare, los jueces adictos, etc. Todo caudillo tiene su ministro de propaganda, ya sea Goebbels, Serrano Suñer o Beria; hoy Iglesias se dedica a recordar a la oposición que nunca volverán, que están acabados, que nunca más se sentarán en el consejo de ministros que se acabó el antiguo régimen y se ha iniciado uno nuevo. En un rapto de sinceridad sobre su voluntad política, no oculta que pretenden que no haya en el futuro un gobierno diferente al actual, advierte que se ha acabado la alternancia. Los enemigos perderán todo papel en la nueva política.
Para instaurar el nuevo orden, lo que llama «una nueva forma de hacer política», el gobierno ha roto con el consenso de 1978; profundiza y amplía la ruptura filorrepublicana y plurinacional de Rodríguez Zapatero. Ahora se han sumado a la acción política del Gobierno (artículo 97CE) los populistas e independentistas de izquierdas, que son los opuestos a la Transición, de cuyo fruto reniegan. Esta unión entre desiguales, socialdemócratas y populistas, federalistas e independentistas, nacionalistas varios y algún españolista, tiene elementos del antiguo movimiento. Se parecen ambos en que sólo hay una persona depositaria del poder real, les une la lealtad al caudillo, quien los mantiene unidos con promesas inacabadas y la habilidad de hacerlos partícipes de porciones vicarias del poder, que le sirven para el equilibrio funcional entre ellos frente a un enemigo común. Antes la conspiración judeo-masónica, ahora la derecha eterna. Tanto se parecen a él y tanto aspiran a derrotarlo que se autoproclaman antifascistas, en distopía adolescente.
Para instaurar el nuevo orden, lo que llama «una nueva forma de hacer política», el gobierno ha roto con el consenso de 1978
Los primeros gestos estéticos del nuevo gobierno, que son preludio del mandato, han consistido en desalojar los restos del dictador del Valle de los Caídos y confirmar su total repulsa al régimen anterior con la recuperación para el pueblo del Pazo de Meirás. Pero el nuevo orden que se anuncia en los gestos contiene elementos de mayor alcance, integrados en la advertencia del ministro de Justicia en el Congreso de encontrarnos en un momento constituyente: la mesa con los independentistas catalanes sin las líneas rojas de la legalidad constitucional, la nueva configuración del derecho de propiedad en materia de vivienda, la limitación al máximo del papel del Rey, la definición del CGPJ «en funciones», la ley de educación contra el principio de mérito y capacidad, la eclosión de asesores gubernativos contra la administración profesional, un claro desdén por las exigencias constitucionales y, en la esfera internacional, una excesiva condescendencia con las dictaduras bolivarianas. Todos ellos en pugna con la democracia representativa.
La nueva política ha comenzado con la investidura que ha instaurado un nuevo modo al vaciar la fórmula anterior. Las posibilidades de elección del candidato no fueron constatadas por el Rey tras consultas (artículos 56 y 99.1 CE), ya que dos grupos políticos que votaron a favor del candidato, y cruciales para conseguir la confianza parlamentaria, no acudieron a la cita (ERC y EH Bildu) Su apoyo lo ofrecieron al candidato. La función regia se redujo al trámite protocolario en el que no intervinieron los nuevos protagonistas de la vida política. Con ello el acto más relevante del Rey quedó convertido en oropel y antigualla. No debió ser fácil para la presidenta del Congreso, experta constitucionalista, refrendar la propuesta como si hubiera procedido de la ronda de consultas (artículos 64 y 99 CE).
La consecuencia más relevante ha sido la inversión de la posición de supremacía entre el candidato y el parlamento. El poder descansa ahora en el candidato que es el único que sabe con qué votos cuenta.El poder y el vértigo de saberse solo ante el poder. La presidenta del Congreso obedece a la decisión del líder que hizo los pactos y único conocedor de la confianza que le va a ser otorgada antes de que suceda. Es un mensaje sutil y definitivo. Se ha producido una mutación constitucional como parte del nuevo orden político, que confiamos en que no se consolide. El objetivo último es conectar directamente a nuestro caudillo con la soberanía popular sin instancias intermedias.
Se ha producido una mutación constitucional como parte del nuevo orden político, que confiamos en que no se consolide. El objetivo último es conectar directamente a nuestro caudillo con la soberanía popular sin instancias intermedias
La política actual ha incluido, además, otra cruel novedad en la sesión constitutiva del parlamento. Los representantes de los grupos ultras que determinaron la mayoría acataron la constitución de una forma, sin más, contraria a cualquier consideración jurídica. Los nuevos protagonistas no aceptaron la constitución en su toma de posesión e hicieron en el propio acto afirmaciones que excluyen de plano el compromiso con la norma fundamental. En lugar de aceptar por imperativo legal, como ya está aceptado por el TC, expresaron su voluntad rebelde a cumplirla, su total falta de aceptación. Pudiera decirse que la aceptación de la constitución no es necesaria, lo que es inexacto e inaudito, pero sería una proposición lógica. Lo que no puede decirse en Derecho es que sea válido y eficaz un compromiso con la España democrática por la república catalana o la vasca. Tal supuesto compromiso es inexistente. Los parlamentarios ya no representan a todo el pueblo español (artículo 66 CE) y, con ello, se ha roto la fórmula jurídica y ética de la democracia representativa, que no es de estamentos, ni hay mandato representativo, sino que es inclusiva de todos. Sin aceptación de la constitución esencial (artículo 168.1 CE), ni podemos agruparnos todos ni marchar juntos por senda alguna.
El estado de alarma, que fue autorizado de forma unánime por el Congreso con el voto a favor de toda la oposición, por varias veces, no ha servido a otra cosa que a la afirmación de una autoridad única y a la asunción del máximo poder por el presidente. Afirma Carl Schmitt que el soberano es el que puede decretar el estado de excepción; y ese ha sido su principal contenido: exhibir el poder ante el adversario, la afición propia y el pueblo confinado. Las medidas coactivas instauradas tendrán escaso valor punitivo, pues falta la previsión en una ley orgánica que un decreto no puede sustituir y cuya proposición fue irracionalmente rechazada por el gobierno. El estado de alarma ha permitido a Sánchez alejar el control de las Cortes, enviar al ministro de Sanidad al debate y a él, como soberano de facto, coordinar desde el plasma digital la conferencia de presidentes autonómicos. Solo le falta aconsejar: «Usted… haga como yo, no se meta en política».
El estado de alarma no ha servido a otra cosa que a la afirmación de una autoridad única y a la asunción del máximo poder por el presidente
La mística del caudillaje exalta las cualidades del jefe para convertirlo en héroe. En realidad, el carisma no es más que una invención para sustituir la inexistente auctoritas del político. El carisma reemplaza la quimera del rey filósofo por la del ídolo pop mediático. Por la ausencia de auctoritas el carisma se ha hecho tautológico, lo tiene quien ostenta el poder. El carisma no es ya una cualidad que permite o facilita el acceso al poder, sino una consecuencia de haberse hecho con él por otros medios y motivos. Su análisis excede a nuestro propósito y queda a la libre apreciación del lector y a los estudios psicosociales.