Ensayista y colaborador de El Confidencial, Ramón González Férriz (Granollers, Barcelona, 1977) acaba de publicar con Debate una nueva obra: La trampa del optimismo. Como los años noventa cambiaron el mundo. En sus páginas, Férriz disecciona una década en la que, tras la caída del Muro de Berlín y la irrupción de Internet, parecía que el mercado y la libertad se impondrían en todo el mundo. Sin embargo, tal y como explica también en esta entrevista, el legado de aquellos años resultó mucho más ambivalente —e incluso sombrío— de lo esperado.
Mantiene que el rasgo principal de la década de los 90 fue un exceso de optimismo. ¿Había razones para ello?
Sí, las más evidentes fueron la caída del Muro de Berlín y la desaparición del Imperio soviético. Eso se interpretó como la ratificación de que el sistema liberal no solo era el mejor, sino que había dejado de tener rivales y que, a partir de entonces, podía expandirse por todo el mundo. Lo cual permitiría una globalización benéfica tanto para los países ricos —que podrían importar productos baratos y especializarse en otros con mayor valor añadido— como para los países en desarrollo —que no sólo se industrializarían, sino que con el tiempo incluso se democratizarían—. En Europa, la reunificación de Alemania permitía el retorno al ideal de una Europa unificada y progresivamente posnacional. Eso se vio acompañado de la aceleración del avance tecnológico provocado por internet, los nuevos productos financieros… Había razones para el optimismo, pero a mi modo de ver se exageraron y esa es la tesis principal del libro.
Asimismo, defiende que el mundo actual puede interpretarse como una consecuencia imprevista de las decisiones que se tomaron entonces.
En los años noventa se tomaron muchas decisiones que recientemente han tenido enormes consecuencias. En Maastricht se decidieron las reglas del euro —sobre déficits, la deuda, la función del Banco Central Europeo— que se utilizaron en 2012 para gestionar la crisis económica de la eurozona. Además, en Maastricht estaba la semilla del brexit. A mediados de la década de 1990 se reinventaron algunos productos financieros, como los derivados, que fueron parcialmente responsables de la caída de Lehman Brothers. También en esos años, China se incorporó al mercado global y puso las bases para convertirse en el gigante que es ahora, al mismo tiempo que los países occidentales se desindustrializaban, algo cuyas consecuencias, incluso políticas, estamos viendo ahora.
«La última oleada de globalización seguramente ha sacado a más gente de la pobreza en todo el mundo que cualquier otro movimiento comparable del pasado»
Los protagonistas de su ensayo no solo son Felipe González, José María Aznar o Bill Clinton, sino Blur, Cobi o Friends. ¿Qué nos explican éstos últimos de aquella época?
La cultura de los noventa reflejó en buena medida el optimismo político y económico que he mencionado. Cabrían mil matices, pero series como Friends transmitían que sus protagonistas podían centrarse en su vida personal porque no había grandes cuestiones políticas que abordar; lo mismo podría decirse de Seinfield, la otra gran serie de televisión de los noventa. La cultura indie, que se hizo enormemente popular entonces, transmitía igualmente que el mercado asumía todas las expresiones culturales, incluso las que tenían un cierto aire antisistema, como puede verse en el triunfo global de grupos como Nirvana. En Reino Unido, el laborismo de Tony Blair se esforzaba por parecer moderno al vincularse a la música pop. En España, el movimiento indie tuvo poco éxito, pero una gran influencia porque, en cierto sentido, fue la expresión cultural pop que gustaba a los medios de comunicación y a los jóvenes formados que hablaban inglés y se sentían —o nos sentíamos— cosmopolitas y modernos.
En su opinión, los 90 terminan verdaderamente el 11 de septiembre de 2001, fecha que bautiza como el fin del fin de la historia. ¿Cuál es la razón?
A principios de la década, Francis Fukuyama anunció el fin de la historia: era una tesis compleja que con frecuencia se simplifica, pero en todo caso señalaba que el liberalismo se había quedado sin rivales y que el mundo podía avanzar hacia la democratización, canalizando los conflictos políticos a través de los medios liberales, empezando por el mercado. Los ataques al World Trade Center pusieron de manifiesto que, aunque Fukuyama tuviera cierta razón, su visión había sido demasiado optimista: en el mundo no solo había sistemas políticos rivales del liberalismo, como el islamismo, sino que la globalización tenía una cara terrible, la del terrorismo internacional, y que no podía esperarse que el mundo caminara hacia un solo sistema. La persistencia de la dictadura china es otro ejemplo de ello.
«Una mezcla de ideas socialdemócratas y liberales sigue siendo una forma válida de combinar el Estado de bienestar con el mercado»
Confiesa que la llamada tercera vía es la noción de liberalismo que más le ha marcado. ¿Sigue siendo una formula válida en nuestros días?
Es una pregunta difícil que yo mismo me hago. Ahora, la tercera vía, o una socialdemocracia imbuida de nociones liberales, tiene muy mala prensa. Se pueden hacer juicios severos sobre la actuación de algunos de sus líderes, como Tony Blair o Gerhard Schröder. Y su reivindicación de una fría tecnocracia parece absurda en el mundo actual, donde vuelven a dominar el nacionalismo y el mercantilismo. Pero, al mismo tiempo, y aún entendiendo esas renuencias, creo que una mezcla de ideas socialdemócratas y liberales sigue siendo una manera razonable de entender la política y una forma válida de combinar el estado de bienestar con el mercado.
Y en lo que respecta a la globalización, ¿es su saldo positivo o negativo?
El saldo es positivo. La última oleada de globalización seguramente ha sacado a más gente de la pobreza en todo el mundo que cualquier otro movimiento comparable del pasado. Países históricamente miserables como China o India tienen ahora una creciente clase media. Pero es evidente que también ha tenido consecuencias negativas. Muchos occidentales han perdido su empleo en este proceso, y con esa desaparición del trabajo industrial se ha producido una cierta pérdida de la vieja y sólida identidad trabajadora, hoy ausente o agónica. La globalización ha sido un proceso beneficioso en términos agregados, pero sus promotores y sus defensores —entre los que estoy— no midieron bien algunas consecuencias que resultaron trágicas para mucha gente.
«En esta crisis no hemos sufrido escasez, que tal vez hubiera sido la primera consecuencia de la pandemia en otros tiempos o con otros regímenes»
En un artículo reciente, abogaba por dejar de proyectar en la Unión Europea nuestras fantasías ideológicas particulares. ¿Qué debemos esperar de ella, entonces?
Una cosa es lo que algunos querríamos que fuera la UE: una federación de estados, con políticas fiscales más o menos armonizadas, con un funcionamiento más democrático, que tendiera siempre hacia una unión cada vez mayor. Pero por el momento no es eso. Creo que hay una excesiva obsesión por lo que la Unión podría ser, debería ser, por sus valores, en lugar de por lo que es: una institución revolucionaria con reglas enormemente influyentes, que ahora mismo es el espacio de libre intercambio más relevante del mundo, y que está empezando a asumir que debe convertirse en un actor global si quiere seguir existiendo. Sé que nuestros deseos son más bonitos que la realidad, pero la realidad no está tan mal.
Jordi Pujol elaboró en 1990 el Programa 2000, una hoja de ruta que pretendía inocular el sentimiento nacionalista en todos los sectores de la sociedad. ¿Es también el ‘procés’ hijo de los 90?
En muchos sentidos sí. En la década de los noventa es cuando los nacionalistas catalanes y vascos son invitados de nuevo, aunque sea simplemente porque primero el PSOE y después el PP los necesitan, a participar en la gobernabilidad de España. Supuso una magnífica oportunidad para culminar sus deseos históricos de influir en el gobierno del país y beneficiarse de ello. Sin embargo, a partir de entonces su desafección por la Constitución y las instituciones del Estado no han hecho más que crecer. De manera más secundaria, muchos de los actores del procés se foguean, siendo jóvenes, exhibiendo su independentismo en las olimpiadas de Barcelona 92.
«Series de los 90 como ‘Friends’ transmitían que sus protagonistas podían centrarse en su vida personal porque no había grandes cuestiones políticas que abordar»
Por otra parte, la polarización que se ha vivido en Cataluña parece estos días haberse trasladado al conjunto de España. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Es terrible, pero no es algo estrictamente español. En muchos países occidentales se está consolidando una polarización atroz que en cualquier momento puede ir más allá del sano equilibrio de la discrepancia y la confrontación partidista. En cierta medida, es verdad, parece que en el resto de España se están imitando algunas cosas que se vieron en Cataluña durante el procés: la histeria ideológica, un odio partidista paralizante, la obsesión identitaria. Siempre pienso que las estas situaciones se pueden reconducir, pero ahora estamos jugando con cuestiones peligrosas que pueden hacer mucho daño a las instituciones.
Pese a sus trampas, el optimismo es un ingrediente del progreso. ¿Cómo recuperarlo en medio de una pandemia que ha causado miles de muertos y derrumbado la economía?
Es difícil. Mi optimismo quizá sea poco ilusionante, pero es una forma de optimismo: las sociedades son resistentes, hemos visto cómo incluso en esta crisis sin precedentes algunas cosas han funcionado bien —no hemos sufrido escasez, que tal vez hubiera sido la primera consecuencia de la pandemia en otros tiempos o con otros regímenes— y cómo la gente ha mantenido una cierta disciplina y calma. Ahora mismo no veo grandes motivos para un optimismo parecido al de los noventa, pero puede que eso no sea malo. Apostar por un optimismo de la contención, de la prudencia, en lugar de por otras versiones más ilusas quizá sea lo adecuado.