Es bien sabido que muchos independentistas arrojan sal a su herida contándose un cuento que acepta variaciones solo para mantener lo esencial: España, es decir el Estado -aunque no solamente el Estado-, es irremediablemente estúpido y, a la vez, malvado de un modo difícil de imaginar. De tal forma que pueden aceptar, por ejemplo, que ese país vecino de indolentes de barra de bar es el mismo cuyas cloacas no dudarán en propiciar una masacre en la Rambla que neutralice el momentum del procés. Sin alcanzar tamaña paranoia, una parte del constitucionalismo sí parece presa de una percepción extravagante de Unidas Podemos. O, mejor, de los comunistas de quienes depende la gobernabilidad.
Son entendidos como una disociable mixtura de estulticia y placer voluptuoso por la manipulación, una fusión entre analfabeto funcional y réplica patria, cien años más tarde, del implacable Doctor Mabuse. La hilaridad tras el lapsus gramatical de Alberto Garzón, en paralelo a la aprensión por el poder de incendiar las calles que, sin más, se concede a nuestro populismo de izquierda, da cuenta de ello.
Una parte del constitucionalismo sí parece presa de una percepción extravagante de Unidas Podemos. O, mejor, de los comunistas de quienes depende la gobernabilidad.
En realidad, ni iletrados vergonzantes ni infalibles movilizadores de masas. Ese vaivén de percepción simultánea, aunque a años luz de la esquizofrenia de un nacionalismo que no entiende el Estado, es el síntoma de la dificultad para manejarnos con populismos que, a la vez que se insertan en el limitado día a día de la política, alimentan el temor al poderoso fantasma del deslizamiento hacia un régimen de rostro indefinido. Porque el espacio de Unidas Podemos, tal como lo nombra el ministro de Consumo, debería ser entendido como otras cosas. Primero, como opción política residual -ya no como proyecto de regeneración, pues este quedó falsado en muy poco tiempo- que persigue su subsistencia y recupera visibilidad gracias a la coyuntura aprovechada en noviembre de 2019. Pero, también, como la apuesta que logró, a pesar de la decepción por su reformismo de boquilla, sacudir el tablero político español en otro sentido fundamental.
Desde hace años flotamos en el pico sostenido de una epidemia de comunicación política, con una inflación de spin doctors y alquimistas -algunos de ellos, casi imberbes- del comportamiento electoral, cuya cháchara satura televisión y redes para compensar la desfalleciente discusión a gritos sobre el fútbol. En este flamante zoco de dispensadores de certezas políticas, los únicos que pueden hablar con criterio de hegemonía gramsciana desde la acción y el cumplimiento de su objetivo principal son ese espacio de UP. Porque el objetivo principal no tenía por qué ser el derrocamiento del régimen del 78, sino la instalación del clima impugnatorio que ya caracteriza nuestra democracia. Tras el 15M la corriente iba a favor, pero alguien tenía que aprovecharla: no es detalle menor que Pierre Rosanvallon, en su monumental El siglo del populismo, junto al trabajo fundacional de Chantal Mouffe, destaque la labor de Errejón. Si, como no parece descartable, UP pierde pie para diluirse tras su paso por Moncloa, si su espacio sigue disgregándose hacia otra nueva izquierda, periférica e identitaria, la huella morada en la política española habrá sido incomparablemente mayor que lo que digan sus números. Lo es ya hoy, y lo era antes del salvavidas al que se supieron agarrar tras la favorable aritmética electoral.
El objetivo principal no tenía por qué ser el derrocamiento del régimen del 78, sino la instalación del clima impugnatorio que ya caracteriza nuestra democracia.
La amenaza populista no reside hoy en la capacidad de incendiar las calles a voluntad: no existe ese conductismo más que en nuestra imaginación. La jugada está, dicho en la terminología bravucona del primer Iglesias, en saber cabalgarlas. Y a ello se aplica hoy ese espacio casi jibarizado de UP de forma ortodoxa, aseada y previsible. Un lapsus gramatical no impide comunicar bien, y eso es lo que logró plenamente Garzón, con un mensaje eficaz en el que se perseguían varios objetivos detrás de unas pocas frases. Que se nos advierta de un modo cortés del error que supone poner el foco en los disturbios y no en el debilitamiento de nuestras libertades casi roza la brillantez ya que, con ejemplar performatividad, lleva de la mano a muchos, no solo a sus votantes, a soslayar lo fundamental: los disturbios, dado que no existe merma de libertades en España. A la vez, al desmarcarse de Hasél y aludir a la banalización de la violencia, se escenifica el mínimo exigible de decoro institucional. La ironía solo se capta si uno trae de vuelta a su cabeza la fotografía de un ministro en la cocina ataviado con el chándal de la RDA, si concibe un comunismo con semejantes referentes angustiado por libertades burguesas como es la de expresión. O si recuerda que fue ayer cuando el jefe de filas defendía la intervención previa del Estado sobre la información.
Y más allá de la propaganda que rentabiliza las calles -calientes en gran medida por la propia labor de zapa durante casi una década-, está la evidencia de que el en la cárcel por rapear de hoy es el a la presó per posar urnes de ayer. Un mismo resultado para esquemas populistas que perseguían idéntica hegemonía cultural. Pero quizá esa hegemonía levantada por ambos populismos ya no sea lo mismo. Hay una ironía gramsciana detrás del momento secesionista actual. Si el autor de Cuadernos de la cárcel sostenía que para apuntalar el poder en una sociedad de clases se precisa de algún tipo de combinación entre hegemonía y dominio, entre lo persuasivo y lo coactivo, no dejaba de percibir que el riesgo principal estribaba en disponer de lo segundo sin lo primero.
Gana por sistema elecciones gracias al consenso construido alrededor del nacionalismo y a la pasividad del oponente.
El caso catalán es hoy una sorprendente anomalía contraintuitiva: el grupo dirigente está en una situación perfectamente opuesta, al gozar de hegemonía, pero no de dominio. Gana por sistema elecciones gracias al consenso construido alrededor del nacionalismo y a la pasividad del oponente, pero el tipo de cultura política insurreccional que forjó para deslegitimar a un tercero, al Estado, le coloca en la paradójica posición de no poder afirmarse como poder. Ha creado un ejército de individuos –no solo los jóvenes- hegemonizados, pero a la vez insumisos. Ante el riesgo de deslegitimarse frente a su sostén político, renuncia a hacer uso de cualquier fuerza coactiva proporcional. Jugar, a la vez, a ser sistema y antisistema se revela ahora, no en su absurdo, sino en su iniquidad. Al poder nacionalista no le queda otra que continuar con su retórica deslegitimadora, pero tras la salida de escena del Estado, tiene frente a sí a un fantasma. En esta trampa tendida a uno mismo, solo queda ya externalizar el problema a la sociedad y a la economía. Hacernos transitar por el camino de la decadencia. Mientras que a nuestro populismo de izquierda lo logrado en la guerra cultural le da para ir tirando, el eterno establishment catalán reparte veneno para todos.