Pujol, según él, se consagró a la causa de «construir» el país. Además de otros resultados, le dio para las rentas electorales de las que siguen viviendo sus diversos herederos. Su feudo abarca casi entera la Cataluña interior ahora «indepe», la Tractoria del gag tabarnés. Desde el «rerapaís», en efecto, el independentismo detenta poderes monolíticos, lamentados por sus críticos no tan sólo en vísperas autonómicas. Nada menos que porcentajes superiores al 70% del voto en totales comarcales. Y en Iborra (Segarra), el 98,5 % entre Junts, Cup y ERC.
Duele porque a lo práctico, en la disponibilidad, oferta y calidad de los servicios públicos, así como la eficiencia en su gestión, este interior catalán resulta más bien inhóspito, en realidad maltratado a tenor de los datos. De los 947 municipios existentes en Cataluña, a 603 no los ha pisado jamás, por ejemplo, un policía local en acto de servicio. Igualmente, se cuentan por decenas los que casi nunca ven o han visto a un asistente social, un inspector en salud pública o un técnico en medio ambiente; si acaso, algún arquitecto muy de tarde en tarde.
Ello supone que de modo descontrolado e impune, porque apenas se vigila ni se sanciona dado que se trata de municipios sin recursos para ejercer sus funciones, se vierten purines sobre acuíferos destinados a consumo humano o animal. Los nitratos y patógenos fecales lo atestiguan, si es que se analizan. La misma insolvencia afecta a la proliferación de hurtos en granjas, cobertizos y típicas «barraques de vinya», donde se roban herramientas, bombas de agua y demás metales a vender, aunque se hable más de asaltos en urbanizaciones y torres.
Todo ello cuesta cientos de millones en euros. Las víctimas particulares pagan lo suyo más su parte del quebranto general. También resultaría carísimo potabilizar debidamente, con un mínimo rigor, las aguas infectas de ese Far West sin ley, patrio por catalán. Pero el mayor despilfarro se va en nóminas. En cifras que Ciutadans exhibió en las generales de 2015, con el añorado Toni Roldán Monés dando detalle de la «burbuja política», el derroche municipal, comarcal y diputacional surte sueldos a 3.000 políticos, cargos electos y sus «asesores».
«El derroche municipal, comarcal y diputacional surte sueldos a 3.000 políticos, cargos electos y sus «asesores»»
Jordi Pujol fundó su oratoria en la de Joan Capri. Vino a ser la del Pep de Cal Gros en aquel «La comarca nos visita» de Radio Barcelona cuando no había teles, ni el Reina por un día ni menos aún el «foraster» de TV3. Blando y rancio frente al Cassen tan cáustico del Plácido en Manresa, o el Martínez Soria en su castizo y puigdemontiano monólogo «Soy de Girona». No son, cierto es, las «Scènes de la vie de province» de Balzac, retrato nacional como el de don Benito en sus Episodios, más épicos. Aunque esto de ahora, ni de caricatos en las «variétés».
Y, en estas, ha venido la pandemia. Lo peor no es que el Hospital de la Cerdanya carezca por completo de camas UCI. Tampoco que sus pacientes sean trasladados, en teoría, a Manresa o Perpiñán, tanto como a 100 kilómetros y una hora 18 minutos en ambulancia en el primer caso, o a 105 kilómetros y hora con tres cuartos en el segundo. Peor aún es que, porque el de Manresa también es muy pequeño, se les manda al de por si tan sobrecargado Hospital del Taulí en Sabadell, más lejos que Perpiñán pero, por la C-17 y la C-58, casi a igual tiempo.
Todo esto es así porque rinde y da votos, antes a Pujol y, ojalá que no más, a sus actuales sucesores. Barato y con regalos. Concentrar en la metrópolis barcelonesa a los seis mayores y mejores hospitales de Cataluña, a gran distancia del resto, y más en capacidad, inversiones y tiempo, rebaja costes y pasa desapercibido, salvo a los sometidos a tan largos traslados. En esta tendencia, la sanidad de ERC y Junts también mata ahora a la pionera, innovadora y tan ejemplar especialidad de oncopediatría en Sabadell, que se han llevado a Barcelona.
Y tanto es así que hasta el reciente cierre del Ripollés y la Cerdaña, los alcaldes de Ripoll, Puigcerdá o Llívia, en obvio «indepes», empleaban otros modos y tonos. A título de voces del «territorio», se seguían llenando la boca con fantasmadas como lo de «transfonterer», en plan D’Annunzio a la conquista del Fiume, aplicado al Hospital de la Cerdanya. O, al caso del Hospital de Campdevànol, comarcal del Ripollés, donde los agudos por la covid se derivan a Gerona, difundían notas pregonando la ausencia de contagios en la Residència de Ribes.
Lo del «territorio» no es un decir. En lo institucional, de donde vienen presupuestos y parten redes clientelares, le fue fundamental al pujolismo, y de ahí a sus sucesores. Tras acceder a la administración autonómica y dominarla, se nutre a cuerpo de rey a costa de los precarios municipios y sus 947 ayuntamientos, demasiados. Como lamentó don Josep Maria Marcet i Coll, lo fragmentado de los términos municipales viene a ser un residuo del feudalismo en este rincón inferior de Europa, a añadir entre tantos y tan atávicos males que sufre España.
«Lo fragmentado de los términos municipales viene a ser un residuo del feudalismo en este rincón inferior de Europa«
De los alcaldes del franquismo, surgieron en la transición partidos como el Regionalista de Cantabria (PRC), el Aragonés Regionalista (PAR), el foralista de Navarra (UPN) y por el estilo en Canarias. En Cataluña, Pujol se llevó esa tajada tras su tan apretada e inesperada victoria en las autonómicas de 1980, pese a su gran chasco en las municipales de 1979, tercero tras el PSC y hasta el PSUC, con la UCD pisándole los talones. Pero en las de 1983, casi duplicó la cosecha de ediles, de 1.756 a 3.215. Así se convirtió final y literalmente en amo del país.
Las redes locales huérfanas del franquismo se volvieron tal cual pujolistas, para derivar acto seguido en independentistas. Él mismo lo contó en sus memorias dictadas a Manuel Cuyàs, y aquí una cita: «Però també és cert que als darrers anys del franquisme hi va haver alcaldes que van ser bons i honrats, en realitat demòcrates (…) com Josep Gomis de Montblanc que temps després va ser president de la Diputació de Tarragona (de 1964 a 1988 pese a que el honorable no lo detalle) i després Conseller d’Interior meu«, en el «meu» posesivo de Pujol.
Para rebañar tamaña solera transfranquista, y con ella su poderío capilar sobre el territorio y sus votantes, Pujol se abstuvo muy mucho de tocar el mapa de los 947 municipios, en su gran mayoría inertes por caciquiles. Nada que ver con la Dinamarca de verdad, la del norte. Con un millón menos de habitantes que Cataluña, dicho reino milenario redujo en 2007 sus municipios, de 271 a 98. Ninguno, allí desde entonces, tiene menos de 20.000 habitantes. A juicio de sus legisladores, lo óptimo para asegurar los servicios vecinales más inmediatos.
O, sin ir más lejos, Portugal. Con el triple de superficie (92.212 km2) que Cataluña (32.108), le bastan una tercera parte de municipios, 308, para atender a toda su parte continental y sus once islas pobladas sobre el Atlántico. Apenas tiene cuatro municipios con menos de dos mil habitantes. En Cataluña son 603, sobre los 947 de dicho ínclito total. Y solo uno de ellos cuenta con menos de 500 vecinos, mientras que aquí son 337. Se trata de la remota isla de Corvo con sus 407 vecinos, la más pequeña de las Azores en el confín occidental de Europa.
«Pujol se abstuvo muy mucho de tocar el mapa de los 947 municipios, en su gran mayoría inertes por caciquiles.»
En lugar de racionalizar este gran disparate territorial catalán, y más aún español, Pujol lo agravó con el parche de ese otro engendro peor por asimismo ineficiente y oneroso de los «Consells comarcals», imitado en otras comunidades autónomas (todo se contagia menos lo hermoso), sin más competencias que las delegadas por los ayuntamientos. Como él bien sabía y sabe, bastaría con reducir el número de municipios a 127, porque el Estatuto de 1979 le facultaba a ello y porque, ya en 1981, así se lo concretaron los mejores especialistas.
En efecto, desde aquel segundo año presidencial de Jordi Pujol, la Generalitat encierra en algún cajón el brillante estudio «L’organització territorial de Catalunya». La Fundació Jaume Bofill lo había encargado al geógrafo Lluís Casassas i Simó, tío del poeta Enric Casassas, y al economista Joaquim Clusa Oriach, ambos sabadellenses al igual que el ilustre geógrafo Pau Vila i Dinarés, autor en 1936 de la división comarcal, de quien fueron los últimos discípulos directos. Aún así, prolijos en datos y análisis, propugnaron aparcar las periclitadas comarcas.
Si desde el constitucionalismo, Ciutadans fue el partido más sensible a esta cuestión, con el no menos sabadellense Roldán Monés, en el independentismo tampoco le faltan partidarios a esta tan necesaria reforma. Joaquim Clusa, autor asimismo de la división en distritos de Barcelona entre otros muchísimos y excelentes trabajos más, es un activo militante de base en la ANC. Lleva años a caballo entre Sabadell y China, donde planifica ciudades y regiones. Por mucho que Ciudadanos no le sea simpático, sigue creyendo en concentrar municipios.
También desde el independentismo o así, y a propósito de aquello de la Via Catalana, el biólogo Frederic Ximeno que por «colauista» es gerente de Medi Ambient i Serveis Urbans en el Ayuntamiento de Barcelona, publicó en el Ara y a fecha de 31 de agosto de 2013, un muy buen artículo al respecto, reivindicando con gran vehemencia lo predicado por Clusa y Casassas. A pesar que el PSUC de Gutiérrez Díaz prefirió el trasvase franquista a Pujol, a los antes intentados por Samaranch, Suárez o Fraga, para los «Comuns» todo eso es pasado.
Y no porque sea sabadellense de formación, del bachillerato a la profesional de periodista, la flamante candidata Anna Grau tal vez podría pronunciarse al respecto. Mientras tanto Josep Gomis preside el Museu-Arxiu de Montblanc donde, de la mano del actual alcalde de la villa ducal, el trabucaire de ERC Josep Andreu, inauguran cada agosto como «patronos» la Universitat d’Estiu Nova Història, esa fricada de lo que Colón, Leonardo da Vinci, Cervantes o Santa Teresa fueron «catalanes». Para eso da, también, la ranciedad enquistada en el país.