¿Puede el independentismo ser liberal?, se pregunta Antón Costas en La Vanguardia del 12 de enero.
El liberalismo, con todos sus variados matices, ha estado presente estos últimos años en Cataluña, pero se ha batido en retirada. Estado cuanto menos mejor, aunque sea catalán decía Carod-Rovira en 2006. Pero la cabra siempre tira al monte, y tanto la gestión de las instituciones como la manera de dirigir el proceso independentista han demostrado que nos llevan en dirección contraria a lo que se considera un país libre.
El aumento de toda suerte de impuestos, el intervencionismo de la administración, los obstáculos a cualquier iniciativa privada, los rasgos intolerantes y autoritarios que aparecen en cuanto se les lleva la contraria demuestran que una sociedad liberal ha podido ser, para algunos, en algún momento, un pretexto, pero desde luego no es el objetivo. Que los problemas mencionados se dan también en toda España no puede servirles de disculpa. Al fin y al cabo, se trataba de «romper cadenas», como dice el himno oficial. Y no por casualidad el partido liberal europeo expulsó al PDECat por su historial de corrupción en octubre de 2018.
El autogolpe parlamentario
Según Antón Costas, «la dimensión iliberal del independentismo se manifestó de forma contundente el 6 y el 7 de septiembre del 2017 con las leyes de desconexión. Aprobadas solo con los votos independentistas, fueron una negación del pluralismo de la sociedad catalana y de sus reglas de tolerancia. Además, en la medida en que se conculcó lo establecido en la propia constitución catalana del Estatut, que exigía el voto de al menos dos tercios de la Cámara, esas leyes pueden verse como un autogolpe parlamentario».
El gobierno Puigdemont empezó afirmando que se trataba de ir «de la ley a la ley». Era el último intento de convencer a los que aún creían en los principios liberales, y en la paz antes que nada, de que en la aventura no se producirían daños. Pero era imposible ir de la ley a la ley, y lo sabían. Ningún Estado contempla su propia disolución y menos por exigua mayoría. A partir de entonces los procedimientos dejaron de importar. Al discrepante ya no se le ofrecían argumentos, sólo se le lanzaban gritos. En una hipotética república independiente, la burocracia catalana tendría las manos más libres, pero los ciudadanos las manos más atadas.
La fractura de la sociedad catalana quedó establecida y durará años. Como dice Costas, mirando a las primeras legislaturas de la Generalitat, «más de la mitad de los catalanes que no habían votado nunca CDC consintieron sin embargo esos gobiernos por considerarlos legítimos y no temer que fueran a desobedecer a la Constitución y al Estatut». Cuando, en el otoño de 2017, quedó claro que sí iban a desobedecer, y a promover disturbios callejeros en apoyo de la desobediencia de los políticos, se acabó el consenso y se instaló la desconfianza que durará muchos años.
Cambios revolucionarios
Buena parte del independentismo ya no habla de ir de la ley a la ley sino de insurrección, envuelta en una guarnición de matices, pero insurrección pura y dura. Esto afirmaba Vicent Partal, en Vilaweb, en enero de 2019 —De la llei a la llei no és prou—: «Hay situaciones excepcionales que implican grandes cambios revolucionarios y que, por eso mismo, rehuyen las normas habituales de revisión de la legitimación de cualquier estado o gobierno. No basta con la legitimidad de las urnas ni se puede pasar de la ley a la ley tan sencillamente como la política catalana confiaba hacer en octubre de 2017 (…) Hace falta algo más que votos y razón. Hay un momento en que te la tienes que jugar para tener, o para mantener, el poder o para tomarlo. Y en ese momento la decisión de los dirigentes, pero también el comportamiento del conjunto de la población en la calle, es capital. Haber proclamado la independencia el día 3 de octubre, evidentemente, no era igual que hacerlo el 27. Y esta es la lección principal que debemos tener en cuenta para la oportunidad siguiente.»
Luego la pregunta de Antón Costas queda contestada en sentido negativo. Es cierto que «las elecciones del próximo 14 de febrero pueden poner fin a esta década de desconcierto e iniciar el camino de vuelta a la senda del progreso» y también que «lo que va a determinar esa posibilidad es si el independentismo puede comportarse a partir de ahora de forma liberal». Está por ver si algunas facciones de este independentismo pueden hacerlo, por convicción o forzadas por las circunstancias excepcionales que padecemos, pero otras facciones han renunciado desde hace tiempo a respetar a la minoría, incluso si se trata de una minoría casi mayoritaria, y no piensan en nada más que en limitarle los movimientos e imponerse a toda la sociedad.