1. ¿Hizo bien el Rey al recordar que la ética está por encima de la familia, aunque sin seguir el alegato hasta el grado de mentar la bicha por su nombre? Las reacciones de los políticos han respondido a la vaciedad y previsibilidad que son marca de la casa en el gremio.
Aquellos a los que el texto se les ha quedado corto habrían dicho exactamente lo mismo en cualquier circunstancia. Forma parte del guión: lo primero es mantener cohesionada a la clientela. Y el PSOE, siempre atento a la demoscopia (que muestra que la institución monárquica ha ganado desde septiembre veinte puntos de apoyo popular, la famosa encuesta de La Sexta), nadando y guardando la ropa. En el otro lado, aplauso y cierre de filas. Tampoco nada sorprendente.
2. El contexto es muy complejo y ahora bastará con recordar algunas ideas elementales.
No hay frontera más resbaladiza y subjetiva que la que separa la verdad y la mentira. Y nada resulta menos indiscutible que los juicios de valor –la verdad es buena, la mentira es mala- que se suelen asociar a ese par de conceptos. Todo el mundo aplaude las mentiras piadosas o al menos los silencios corteses (de la educación forma parte no decir todo lo que se piensa). Y por supuesto basta remitir al libro de Mario Vargas Llosa La verdad de las mentiras, una recopilación de críticas literarias, en cuyas páginas iniciales se pone de relieve el hecho –él sí, obvio- de que es la literatura ficción lo que permite acercarse a la realidad de una manera más nítida.
Y, dentro de ese mundo de sombras, claroscuros y sesgos que es la psique de cada uno de nosotros, pocas cosas hay tan llenas de matices como el autoengaño. O sea, cuando uno (un arcángel), lejos de ser la víctima de otro (el diablo) es el que, de manera consciente o inconsciente, se embauca a sí mismo y juega así los dos papeles a la vez: héroe y villano. El ejemplo más socorrido es el del cornudo, que se muestra ciego ante lo que está a la vista de todos y de él también, por supuesto. Sobre el autoengaño han disertado muchos (desde Sócrates, nada menos) y la experiencia enseña que, se quiera aceptar o no, no hay manera de acabar con él. Está emboscado en los pliegos más insondables de cada quien.
3. La sociedad catalana tiene un altísimo concepto de sí misma y para mantenerlo resulta indispensable hacer la vista gorda hacia el entramado empresarial y periodístico –hijos del chófer hubo muchos: se conoce que el hombre se mostró generoso a la hora de procrear- que se dedicó a enriquecer a ese Onofre Bouvila del último cuarto del siglo XIX que se llama Jordi Pujol: un personaje de novela, en efecto. La omertá no es un complemento del tinglado, sino que forma parte de su misma esencia: de hecho, el pacto del Majestic de mayo de 1996, que tuvo como urdidores al llorado Maciá Alavedra y a Rodrigo Rato, no consistió sino en darle al sello una nueva capa de látex. Sólo ocultando las vergüenzas propias puede uno darse el lujazo de ir por la vida con la vara de medir cada vez que se ocupa, de manera implacable, de enjuiciar lo ajeno.
Algo parecido puede predicarse de Juan Carlos I, otro aventurero de leyenda, aunque ahora el parangón habría que buscarlo en alguien de La comedia humana de Balzac o, tal vez, en el Edmond Dantés –el conde de Montecristo- de Alejandro Dumas padre. En el Palacio de la Zarzuela, más allá de su noble función institucional, se trapicheaba con el género más diverso –se trataba de hecho de lo que los juristas llaman un establecimiento mercantil– y esa era la comidilla de todo el mundo, aunque, por supuesto, se ignorasen los detalles y las cuantías. Pero los medios de comunicación, y no sólo la clase política, se mostraban conscientes de lo débil de las instituciones diseñadas por la Constitución de 1978 y, hechas las sumas y las restas, se convencieron de que era mejor permanecer callado, aun sabiendo que se corría el riesgo de parecer tontos de remate. La proclamación de inviolabilidad e irresponsabilidad del Art. 56.3 de la Constitución se vio acompañada de algo mucho más importante y sólido, la impunidad en los periódicos, e incluso al aplauso por lo campechano que el personaje era. No paraba de echar mano de una piel de zapa -volvamos a Balzac- que, lejos de irse agotando, no parecía cesar de crecer.
En el bien entendido de que ese tipo de cegueras no son privativas de España. De Gaulle, en agosto de 1944, al liberar París, tuvo que inventarse la patraña de que la resistencia había sido masiva e hizo bien: con ello evitó que se eternizase la guerra civil que Francia había vivido entre 1940 y 1944. Ejemplo paladino de la ética de la responsabilidad por la que, pasando por encima de las más sólidas convicciones, deben guiarse (y de hecho se guían) los políticos, como indicó con maestría Max Weber en su famosa conferencia de Munich de 1919. Así sucede (y, se insiste, debe suceder) siempre y en todas partes.
4. Cuando uno descubre que ha sido víctima de una trola, y además durante un arco temporal muy dilatado, la reacción suele ser de enfado y aun de violencia. Pero las cosas son más complejas cuando se ha tratado de un autoengaño, cosa que tarde o temprano acaba sucediendo, porque, para decirlo con las lapidarias palabras de Ortega, toda realidad ignorada prepara su venganza. A las fabulaciones les acaba llegando impepinablemente su San Martín y, contra más tarde, peor: las facturas pospuestas vienen con unos intereses que alcanzan lo usurario. No hay Ley Azcárate que pueda impedirlo.
¿Cómo respondieron los catalanes cuando Jordi Pujol no tuvo más remedio que reconocer –de mala manera y hablando de la herencia de su padre, el tal Florenci- que en su familia había un dinero que no procedía del sueldo de su larga etapa (1980-2003) como President? La psicología colectiva es aún más enrevesada que la individual y, desde luego, la autocrítica no forma parte del guión: no se conoce que en el pueblo de Münster, una vez terminado el período anabaptista de 1534-1535, nadie pusiera los puntos sobre las íes y recordara que todos lo habían consentido e incluso aplaudido. Las culpas siempre se buscan fuera.
El único fet diferencial de nuestros vecinos del noreste es que, en cualquiera de sus manifestaciones, nadie ha hablado jamás de Sevilla, Málaga, Santiago de Compostela o Zamora (o Berlín o Bruselas): sólo de Madrid. El test de catalanidad de un individuo consiste en contar cuantas veces, a lo largo de un discurso –sea cual fuere su extensión y el motivo- se menciona a Madrid. Una fijación auténtica, más incluso que la que tenían los seguidores de Moisés cuando estaban el éxodo en Egipto y querían volver a la tierra prometida. Sólo había ojos para ella. Típico caso, el de los catalanes, de empanada mental, aunque, eso sí, elaborada con u solo ingrediente. Empanada, sí, pero basic.
El test de catalanidad de un individuo consiste en contar cuantas veces, a lo largo de un discurso –sea cual fuere su extensión y el motivo- se menciona a Madrid
Curioso, sí, el imaginario colectivo de nuestros vecinos, que diríase narcotizante hasta el extremo de vivir en un permanente colocón.
5. Lo de la sociedad española al ir conociendo, sobre todo desde 2012, la letra pequeña –o una parte de ella- de lo que, en sus grandes líneas, era el secreto de Polichinela, tampoco se puede explicar desde la óptica de la estricta racionalidad. Y es que estos últimos ocho o diez años, los de la democracia emocional, como bien ha explicado Manuel Arias Maldonado, han sido los de acumulación de muchas crisis –las económicas son sólo algunas de ellas-, más graves que en otros países, con la consecuencia de que el terreno se ha abonado para los secesionismos, que, para mayor escarnio, han sumado a sus apoyos autóctonos –los botiguers de toda la vida- los de un partido de ámbito teóricamente estatal –de hecho, cuenta con electores en todas partes, aunque su número vaya decreciendo en flecha- pero que comparte con ellos ideología y métodos: un evidente caso de quintacolumnismo, aunque, a diferencia de mis tocayos Bouthelier y Luna, a la luz del día.
El Rey es el símbolo de algo tan frágil y hoy tan amenazado como la unidad y permanencia de España, como proclama el Art. 56.1 de la Constitución, de suerte que, sin una Jefatura del Estado monárquica, todo saltaría por los aires. Que los que quieren salir escopetados de España se manifiesten en pro de que (con carácter inmediato) esa misma España pese a tener forma republicana responde a lo que en derecho se conoce como una confesión: la reina de las pruebas.
La defensa de la institución (entre tanto, en manos, felizmente, de otra persona) es muy difícil en ese contexto: ¿qué hacer con nuestro Edmond Dantés? ¿Arroparlo con la bandera, glosando sus méritos de la transición y demás recuerdos matusalénicos? ¿O, por el contrario, y para salvar la institución, dejar caer esa pieza, con cuidado, eso sí, porque es fácil que a uno se le acabe yendo la mano y el estropicio sea integral? Los errores de calibración se muestran, en esos casos, sencillamente fatales.
El Rey es el símbolo de algo tan frágil y hoy tan amenazado como la unidad y permanencia de España, como proclama el Art. 56.1 de la Constitución, de suerte que, sin una Jefatura del Estado monárquica, todo saltaría por los aires
¿Cómo va a terminar esta batalla? ¿Cuándo? ¿Qué decisiones va a tomar la Fiscalía del Tribunal Supremo? ¿Seguirá la defensa judicial de Corinna basándose en echar la tinta del calamar? ¿Continuará el ínclito Villarejo haciendo exhibición de sus dotes para el bel canto, hasta el punto de alcanzar el virtuosismo –y los pulmones- de un Enoico Caruso o incluso dejarlo atrás? ¿Qué grado de autonomía tiene el inquilino del Hotel de los Emiratos –un juguete roto, no sólo por las carencias físicas que son propias de la ancianidad- frente a un entorno que no para de hacer circular unos mensajes que, con la coartada de las razones humanitarias, insiste en que aquí se le está esperando con los brazos abiertos?. Los vaticinios están abiertos y, seguramente, resultan indisociables de la ideología –y los gustos- de cada quien, de manera que volvemos a lo subcutáneo. Pero todo parece indicar que la encuesta de hace unos días en La Sexta recoge, a la fecha, el sentir real de la gente. Lo que significaría que la decisión de agosto de invitarlo a marcharse –y que él aceptó, aunque fuera con la boca pequeña y de mala gana- resultó feliz.
Como también –aunque sea sólo una suposición, ya que falta testar a la opción pública, que, se insiste, se muestra muy suya, porque la resaca del autoengaño se muestra dificilísima, no sólo para los catalanes- haber medido las referencias del discurso de Nochebuena y, en particular, haber omitido la más personalizada. Siempre que, por supuesto, que lo que se quiera es que España siga, mal que bien, existiendo. Si los objetivos son otros, el argumentario tendría que adaptarse, claro está. No vivimos en la segunda mitad del siglo XIX ni nos encontramos en Asia Central. Los contendientes no son los Imperios británico y ruso. Pero estamos en un nuevo Great Game. Y, como en toda guerra, hay gente que juega a todas las cartas y también espías, a veces dobles y aun triples. Pero lo peor es otra cosa: los tontos útiles. Los que trabajan para el enemigo y no sólo no cobran nada sino que encima no lo saben.