El tongo de la CUP

Asamblea nacional extraordinaria de la CUP en Sabadell para decidir sobre la investidura de Mas en 2015 Foto: Cup Nacional

Hace cinco años la CUP decidió poner a prueba la credulidad de los catalanes al finalizar una reunión de militantes con un empate a 1.515. Tenían que decidir si apoyar o no la investidura de Àrtur Mas y no decidieron nada: un ejemplo perfecto de lo que es un movimiento asambleario.

Que se reúnan más de tres mil personas y logren un empate perfecto es posible, pero muy improbable. Un artículo en el Periódico, ¿Qué probabilidades había de que se produjera un empate en la asamblea de la CUP?, resumía los cálculos de algunos observadores, que no coincidieron en dar una cifra de probabilidad pero sí en la alta improbabilidad.

Lo que no se atrevió nadie a decir es que el empate no era ningún obstáculo insalvable. Si se habían comprometido a decidir algo, pues se repite la votación, una, dos, tres veces. Siendo 3.030 las personas convocadas, difícilmente no habrá alguna que cambie el sentido de su voto o bien que, por hartazgo o por urgencia fisiológica, no comparezca. Si no hubiere habido manera de desempatar, cabía recurrir al voto de calidad del presidente de la asamblea o a decidirlo a cara o cruz.

Los comentarios escépticos y las ironías se manifestaron en privado. El sistema mediático catalán está acostumbrado a dar por buena cualquier sandez que provenga de la izquierda más extrema, cuya honestidad se da por supuesta y cuyas buenas intenciones no precisan argumentos. Las consecuencias están a la vista.

Nos tomaron por idiotas

Ahora, finalmente, alguien se atreve a llamar las cosas por su nombre. Joaquín Luna, el lunes 28 en la Vanguardia, titula su artículo: Cinco años del tongo de la CUP. Y ésta es su sentencia: «Nos tomaron por idiotas y hay que reconocer que un poco idiotas hemos sido…»

Sin detenerse a especular en el cálculo de probabilidades, afirma que la asamblea «concluyó con un inverosímil nulo, tongo que tiene pendiente una investigación periodística». No hay en Cataluña periodismo de investigación ni nada que se le aproxime. Nos quedaremos sin conocer los tejemanejes internos hasta que algún testigo presencial, dentro de muchos años, quiera contar cómo fue aquella escenificación.

La decisión real se tomó donde se tenía que tomar, discretamente y muy arriba: «Una semana más tarde, enero del 2016, la muy asamblearia CUP acordó a puerta cerrada y entre cuatro gatos enviar a Artur Mas “a la papelera de la historia”.» Nada que reprochar a un movimiento que se dice revolucionario cuando aprovecha cualquier ocasión para descabezar a sus rivales, está en su naturaleza, pero que estos se sometieran tan sumisamente al chantaje da mucho que pensar. Las consecuencias de su sumisión, para Àrtur Mas, para su partido y para el país, también están a la vista.

Irónicamente, o no tanto, Luna enjuicia así el asunto: «Los partidarios de la unidad de España están en deuda con la CUP por dinamitar el movimiento independentista, que si tenía alguna opción de no estamparse contra un muro era a través de un liderazgo sólido (bastante debilitaron las urnas a Mas en el 2012). Con la fuerza electoral más exigua dentro del independentismo, la CUP ha llevado el proceso al terreno que le convenía a eso que llaman Madrid: todo o nada. En cuestión de fuerza bruta, un Estado lleva siempre las de ganar.»

El candidato de consenso, es decir a gusto de la CUP, fue Carles Puigdemont, que en sus memorias no aclara absolutamente nada sobre la jugada. Eso sí, hablando del pleno de investidura, hace constar que «hay gente de Convergència que pone cara de estar muy descolocada». Si en el partido que iba a gobernar estaban descolocados, cómo estarían los demás.

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