Cuando el futuro es más que incierto, conviene mirar atrás para entender cómo hemos llegado hasta aquí, o, cómo se preguntaba Andreu Claret en El Periódico del domingo 22, ¿Cuándo se jodió Catalunya?
Claret descarta el inicio del proceso a la independencia, con la sentencia del Tribunal Constitucional al nuevo Estatuto, en junio de 2010, y también los días 6 y 7 de septiembre del 2017, «cuando los diputados de la cámara catalana decidieron que la patria, su patria, justificaba quebrantar la ley». Opta por remitirse al «30 de mayo de 1984, cuando una multitud enfervorizada acompañó a Jordi Pujol desde el Parlament hasta la plaza de Sant Jaume, al grito de “som una nació”. Vitoreaban a un Pujol recién reelegido presidente de la Generalitat y comprometido en el gravísimo quebranto financiero de Banca Catalana».
Habría que recordar también que la querella de la Fiscalía General del Estado contra Jordi Pujol llegó veinte días después de conseguir una victoria por mayoría absoluta en las segundas elecciones autonómicas. Mucha gente no suele creer en las casualidades y, sin entrar en detalles financieros, tuvo la impresión de que el PSOE, entonces con una confortable mayoría en el Congreso, intentaba ganar en los tribunales lo que había perdido en las urnas catalanas.
«A partir de entonces —dice Claret—, la “senyera” (más tarde la “estelada”) servirían para justificar cualquier delito (…) Una parte sustancial de la sociedad catalana respaldó a partir de entonces aquel relato victimista y ya no distinguió entre la defensa de los intereses de Catalunya y el respaldo a quienes corrompían la política y la gestión.»
Superar la lógica binaria
No es la primera vez que se relaciona aquel asunto con una determinada conciencia política. Pere Ríos, autor del libro Banca catalana: caso abierto, decía en 2015: El discurso del victimismo catalán nace con Banca Catalana.
Según Ríos, «Jordi Pujol es un “grandísimo impostor” que se enriqueció con el desvío de fondos de Banca Catalana, en lo que pudo ser origen de la fortuna oculta por su familia». Por otra parte, «está convencido de que [el gobierno español], lejos de promover la querella como azote al nacionalismo catalán, nunca vio con buenos ojos una denuncia contra quien en un futuro podría convertirse en aliado político». Y «eso explica que Felipe González haya salido en defensa del expresident, tras su confesión [en julio de 2014, de tener dinero no regularizado en cuentas en el extranjero], para proclamar que no era “un político corrupto”».
También cree que «Jordi Pujol utilizó muy hábilmente la querella contra él para plantearlo como “un ataque contra su partido, contra las instituciones y, por extensión, contra Cataluña”, un discurso que a su juicio caló en la sociedad».
«Así empezó —afirma Andreu Claret— un deterioro que quedó ofuscado por los buenos resultados que supuso para Catalunya y por la estabilidad que brindó a la política española, pero que constituyó el pecado original de nuestra historia reciente (…) Impuso una lógica binaria que echó al infierno a quienes pensaban de otro modo. Conmigo o con los enemigos de Catalunya.»
Es discutible hasta qué punto aquel estado de ánimo ha influido en el actual proceso a la independencia, porque la gente que aclamó a Jordi Pujol en 1984 no es globalmente la misma que al cabo de treinta años se manifestaba bajo el lema “Ara és l’hora, units per un país”, en setiembre de 2014. Y muchas cosas han cambiado desde entonces, cuando TV3 aún estaba en pruebas, los medios de comunicación no dependían tanto de la administración autonómica ni eran tan proclives a dar por bueno el discurso del “president”.
En todo caso, el victimismo y el rechazo de las informaciones desagradables ha evolucionado y se ha adaptado a nuevas realidades. Tiene más instrumentos de difusión y es más intolerante. Las redes sociales han venido a consolidar la falta de criterio con que se afronta la actualidad. Cualquier noticia se da por buena si confirma las propias convicciones o se rechaza si arroja la más mínima sombra de sospecha sobre dirigentes entregados a la causa.
La normalización de la vida catalana tendría que empezar por superar la veneración constante a los míos y la eterna sospecha sobre los otros.