En un breve artículo en el Ara, Fernando Trías de Bes se manifiesta contrario al impuesto a las grandes fortunas y lo ilustra con este ejemplo:
«Supongamos un matrimonio mayor. Han tenido hijos y los han educado. Han sido cuidadosos y, prescindiendo de muchas cosas, en previsión de cuando sean mayores, han conseguido ahorrar. Tienen un piso de propiedad en Barcelona y un apartamento en la costa. Son todos sus ahorros, más un cojín de líquido. Sus mejores amigos han hecho viajes y han gastado todo lo que han ganado en ocio. ( ) La primera pareja tiene un patrimonio superior al millón de euros, ahorrados con muchos sacrificios, durante cincuenta años de trabajo. Pues bien, ahora tienen que pagar un impuesto especial para ser solidarios con sus amigos, que no tienen que pagar nada».
A todas luces es injusto, pero nos quieren hacer creer que éste es un impuesto que sólo pagarán los ricos y poderosos. Y no es así.
Trías de Bes no está en contra «de los impuestos progresivos y de la redistribución de la renta», pero dado que «quien ha ahorrado, sea mucho o poco, ya ha tributado», cree que no deberían recibir un castigo adicional.
«Al final, se irán todos los inversores», concluye. «Y, cuando se marchen, dilapidarán la clase media», que debe ser de lo que se trata. Unas clases medias apegadas al trabajo, al ahorro y a la familia son el gran enemigo. Incluso hablar de trabajo, ahorro y familia suena como algo trasnochado.
Más globalización, más viajes
Agustí Colomines, en el Nacional, quiere que dure el jet-lag y que la nueva normalidad sea idéntica a la antigua: «Yo quiero seguir viajando tan lejos como sea posible y me niego a hacerlo en tartana. No quiero renunciar a las ventajas de la globalización. Al contrario. Ahora más que nunca necesitamos vivir interconectados«.
Embiste contra el gobierno español en general, que «ha confundido la autoridad con la representación cómica de la seguridad y durante días puso al frente de las ruedas de prensa a analfabetos con medallas», y contra el ministro Manuel Castells en concreto:
«La recomendación del ministro español de universidades de que ésta vuelve a ser la hora del tren y de la limitación de desplazamientos masivos de un lado al otro del mundo, me provoca escalofríos. ¡Esta no es la hora de encerrarse en casa, señor Castells! Quien lo propugna es porque quiere dominaros y agudizar todavía más las desigualdades sociales con un discurso vacuo sobre la reconstrucción».
La mala opinión de Colomines sobre «los viejos gurús de la izquierda» que parecen proponernos un «confinamiento eterno» no es contrarrestada por la confianza en las instituciones internacionales, pues «en estos meses hemos visto que la OMS o la UE, no es que se tambaleen, es que son un desastre».
Incluso el secesionismo recibe un mandoble: «Cuando Angela Merkel asegura que los estados-nación están muertos y la mayoría de independentistas catalanes lo celebran, no sabes qué pensar».
Seguramente necesita un viaje.
El peso de la política partidista
La sentencia con que Vicent Partal titula su último sermón es difícilmente cuestionable: Somos un país intelectualmente secuestrado por unos irresponables.
El tema es el peso asfixiante de la política, de la política partidista, que es la que aquí sufrimos, en los medios y la cultura:
«Me preocupa tanto de qué manera las maquinarias de poder de la política -de la economía también, pero sobre todo de la política- ( ) no consiguen sino dejar el país hecho un desierto intelectual ( ) porque dictan decisiones en el ejercicio de su parcela de poder con implicaciones claras respecto a la visibilidad de cada uno. Censuras, por ejemplo. Tales como quien sale por la irreconocible televisión pública o no sale. O quién es regado con propaganda institucional. O qué pintacarteles se encuentra de un día para otro con un sueldo de escándalo reconvertido en asesor».
Algunos podrán ver aquí un retrato del sistema comunicativo catalán y otros del español, pero Partal no parece hacer distinciones porque en todas partes cuecen habas y «han conseguido que el carné sirva más que las ideas».
Por eso sorprende que haya encontrado, en Cataluña, un momento en el que las cosas funcionasen de otra manera:
«Durante el periodo 2014-2017, el de Junts pel Sí, vivimos una excepción gloriosa precisamente porque los partidos mandaban menos que nunca y las voces independientes no sólo eran respetadas, sino que tenían una presencia reconocida, constante, e incluso en algunos casos estaban sentados en el parlamento».
¿Pero ha habido alguna vez en este país voces realmente independientes? ¿Los partidos mandaban menos, o es que los líderes ponían a figurantes en primera fila mientras seguían manejando los hilos desde la segunda? Y dejemos a los historiadores la ardua tarea de localizar a los intelectuales que ocupaban escaños en el grupo parlamentario de Junts pel Sí.
Por otra parte, se comprende que Partal eche en falta «el papel que una sociedad digna otorga a los grandes intelectuales y a su voz crítica, el respeto que les muestra por encima de cualquier división partidista».
Pero es legítimo preguntarse qué quedaría del proceso independentista si disfrutáramos de intelectuales respetados con «capacidad de sacar a la luz las trampas conceptuales, de aportar solidez al discurso, de crear el argumento destilado, indiscutible».
Es fácil coincidir en el diagnóstico de que éste país «vive bajo una dominación excesiva de un sistema de partidos políticos dopado por la falta de democracia interna y la limitación de la democracia debido a las listas electorales cerradas». Lo difícil es que alguien lo mantenga incluso cuando mandan los suyos.
El PNC no encuentra apoyos
Francesc-Marc Álvaro –Imitaciones y marcas– analiza la recuperación del nombre «Partit Nacionalista de Catalunya» que protagonizan «los posconvergentes que se desmarcaron de JxCat o fueron relegados por Carles Puigdemont».
Un nombre que Jordi Pujol había descartado en su momento:
«Él lo explicaba así: «No creo que fuera ni conveniente ni adecuado pasarnos a llamar PNC, aunque -en cierto sentido- nosotros ya somos el partido nacionalista». Pujol siempre se ha definido como nacionalista, pero sabía que, en Europa, esta etiqueta no sirve».
No parece Álvaro muy optimista sobre las perspectivas de esta nueva opción electoral:
«Este PNC surgido del naufragio posconvergente tiene intención de presentarse a las futuras elecciones catalanas para ofrecer un producto muy parecido al que venderá la ERC de Aragonès: soberanismo tranquilo y alejado del unilateralismo, que sea compatible con gestionar la autonomía y buscar acuerdos amplios. Pascal pondrá encima de la mesa la tradición convergente de gobernabilidad, marcando distancias a la vez con la corrupción del 3%. Necesitará mucha cintura».
Y culmina con una conclusión demoledora: «Que no se acabe diciendo que los qeue querían reinventar la mejor Convergència han acabado haciendo una caricatura de la peor Unió».
Si el PNC no encuentra apoyos ni en la Vanguardia, ¿qué futuro le espera?