Cuando un conflicto bélico acaba, siempre quedan un montón de muertos por vengar y los rescoldos que encienden el conflicto siguiente. A veces, raramente, los supervivientes se vuelven razonables y deciden que nunca más volverán a las andadas que tan caras les costaron. Es lo que sucedió en la ahora tan menospreciada época de la transición.
El milagro no fue que destacadas figuras del régimen nacido de la Guerra Civil decidieran desmontarlo; al fin y al cabo no era demasiado homologable en la Europa de entonces. El milagro no fue que los comunistas renunciaran a la revolución; al fin y al cabo Rusia estaba muy satisfecha con el reparto continental establecido en Yalta.
El milagro fue que la mayoría de la gente entendió que había que dejar atrás la Guerra Civil, que nunca más había que renovar los odios que llevaron a ella, y que no había que volver a los tiempos en que estaba bien visto desconfiar del vecino y delatarlo y fusilarlo.
El proceso independentista no es ningún conflicto bélico, ni siquiera en ciernes, pero sí es un juego de rol vivido muy intensamente. Las pasiones encendidas
en la última década no van a apagarse de un día para otro, ni se van a resolver únicamente votando.
Votar nunca es suficiente. Las próximas elecciones autonómicas en Cataluña se anuncian reñidas como de costumbre, y con escasa diferencia entre el bloque independentista y el antiindependentista.