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Apagón permanente

En una Barcelona con circulación napolitana, recordé a quienes comprobaron a desgana cómo eran invisibles entre la marabunta que corría a aporrear las puertas de sus seres queridos

Ronda
La Ronda de Dalt durante el apagón / Marc Luque.

Visto lo de ayer, no puedo quitarme de la cabeza a quienes están solos. No me olvido —y no quiero hacerlo— de todas esas personas, casi siempre mayores, que viven en un apagón permanente. De quienes pasan la vida entre resoplidos y silencios. Casas donde la falta de luz no interrumpe llamadas, porque no hay nadie al otro lado. Timbres que no suenan, pasillos mudos, ventanas que sólo reflejan lo ajeno. Hay paisajes lúgubres que no necesitan oscuridad para ser tristes.

Usted lo habrá notado: las ventanas no siempre consuelan. Los colegios cercanos, con su estruendo armonioso, tampoco. Y ni le hablo de los bares que atronan a deshora con música que enfadaría hasta a un muerto. Ayer, en cambio, todo eso desapareció. Hasta eché de menos la típica llamada inoportuna durante un éxtasis creativo. Y créame, no es poca cosa. Pregunten a quienes me conocen, y sabrán que mis columnas se redactan entre maldiciones.

Mientras muchos lidiábamos con el aislamiento como una novedad incómoda, otros lo vivían con una inquietante familiaridad. Con velas en vez de lámparas. Con latas en vez de comida caliente. Pero sobre todo, con un silencio más agudo de lo normal. Un silencio tan nítido que permitía oír las conversaciones ajenas: “¿Habrá salido Marta del cole?”… “Mi madre, tan mayor, y a oscuras”… “Mi hermana está fuera y no sabemos nada, vaya a ser por el ciberataque…”. Ya ven, la pastoral del aburrimiento fue salpimentada con imaginación. Hubo además quien se plantó en el supermercado con el dinero guardado bajo el colchón e hizo su particular Von der Leyen: radio, pilas, agua y comida preparada a punta pala. Y a correr.

Eso mientras el orden se esfumaba y deambular por las calles, al menos de Barcelona, tenía un cierto regusto napolitano. Pero entre tanto caos, hubo algo que no cambió: una gente que comprobó a desgana como eran invisibles entre la marabunta que corría a aporrear las puertas de sus seres queridos. Por suerte, lo nuestro fue un apagón temporal e incluso a oscuras emergen luces que iluminan el valor de los petits plaisirs. Familia y costumbre, no quisiera volver a perderos.

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