Àrtur Mas, entrevistado por Josep Cuní en la cadena Ser Catalunya, ha sugerido una salida al conflicto catalán mediante un referéndum con dos preguntas, una sobre la mejora del autogobierno, otra sobre la independencia. Es lo que, antes de la era de los colectivos susceptibles, habríamos llamado una idea de bombero retirado. Debe ser que Mas ya no es independentista, porque un independentista no acepta otra dicotomía que independencia sí o independencia no. Cualquiera otro planteamiento lo entiende como una maniobra de distracción, una trampa del Estado para hacernos renunciar al ideal.
La mejora del autogobierno, si se materializase, sería sin duda una apuesta ganadora, porque nadie iría a votar por el empeoramiento del autogobierno; pero la independencia nunca será una opción en un referéndum acordado, no en este Estado, en ninguno, algo que ya sabía todo el mundo desde el principio. El gran error, a lo largo de esta década, ha sido planear un referéndum como punto de partida hacia la independencia, cuando los referéndum suelen servir para sancionar una realidad consumada —excepto en Suiza, donde se dirimen de esta manera cuestiones menores—: primero impones algo, como la independencia, luego convocas un referéndum para que le quede claro a todo el mundo.
En la actual coyuntura, tal vez sería una buena idea preguntar en referéndum a la ciudadanía si le gustaría que se siguiera debatiendo indefinidamente sobre un referéndum como presunta solución a todos los males o si preferiría que no hubiera ninguna convocatoria de referéndum durante una buena temporada, pongamos al menos una década.
La casa común
No sería mala idea aplazar durante una temporada los pleitos pendientes, tal vez irresolubles, y concentrar esfuerzos en lo que a todos afecta.
Alfredo Pastor, en la Vanguardia, reivindica la casa común, ahora amenazada por la cortedad de miras y las ambiciones de parte: «La política, contando con la inestimable colaboración de algunos medios, no ha dejado de exhalar miasmas febriles, no menos contagiosos que los virus, y cuyos efectos sobre la cosa pública son mucho peores que los de cualquier microbio.»
Dejando de lado el uso inoportuno de tales metáforas, Pastor establece, sin dar nombres, una tipología aproximada de la clase política que padecemos en nuestra casa común: «Unos se refugian en ella mientras esperan que sus electores les construyan la suya (…) Otros piensan, en cambio, que la única manera de construir su vivienda es hacerlo sobre las ruinas de la antigua (…) Otros comparten el principal con el legítimo inquilino, que se ha visto en cierto modo forzado a admitirlos; pero en realidad creen que la casa entera no vale nada y confían en que su posición actual facilite el camino para su derribo (…) Por último, en el portal están quienes la ocuparon años antes (…) cuyo único propósito es echar al legítimo inquilino, aunque sea a costa de cortar la luz y el agua de la casa e infligir, en un desesperado asalto, graves daños a su estructura.»
Pastor, finalmente, hace un llamamiento a la sensatez: «Conviene que les hagamos saber que nos gusta la democracia como un régimen que permite una buena convivencia. Que les recordemos que la democracia surgida de la Constitución de 1978 nos ha permitido ser europeos de pleno derecho. Que España también quiere pasar de la fragilidad a la fortaleza. Que para ello han de cumplir su papel, tanto en el Gobierno como en la oposición.»
Buenos deseos que cuyo mensaje es difícil hacer llegar a los representantes políticos, muy atareados no en resolver nuestros problemas sino en el viejo quítate tú para ponerme yo.
Mas, el moderado imposible
Volviendo a Àrtur Mas, Jordi Galves, en la República, le concede que no es un traidor, pero el retrato que de él hace no es nada halagüeño: «El presidente Mas tiene una opinión muy elevada de sí mismo, demasiado amor propio pero pocas convicciones, ideas escasas, como suele ocurrir con las personas que han adquirido el hábito de lavarse los dientes pero no el de la lectura.»
Con simpatizantes como éste, quién necesita enemigos. No debe ser fácil encabezar un movimiento cuyos seguidores tienen tan mala opinión de uno. La perplejidad de Mas es comprensible. Dice Galves: «El descrédito político de Àrtur Mas es responsabilidad exclusiva del propio muy honorable señor, de su injustificable e innecesaria vacilación pública (…) No se entiende que abrazara el independentismo para abandonarlo precisamente ahora, pasados tan pocos años, con la primera oleada represiva de España.» A ver, más que abandonar el independentismo, Mas fue abandonado por éste; no fue ninguna oleada represiva lo que le apartó sino un pacto entre bastidores, aún no suficientemente explicado, mediante el cual fue sustituido por Carles Puigdemont, y luego vino lo que vino.
«Àrtur Mas no es un traidor, pero parece algo mucho peor. Es un buque, una madera vacía, desarbolada, a merced de los elementos.» A Galves, además, le molestan los análisis que no coinciden con el suyo: «La explicación españolista es que Artur Mas es un moderado y, por ello, el pobre ha sido apartado del poder (…) Como si ser moderado fuera una categoría política.» Lo es; hay un libro de Valentí Puig que así se titula precisamente: Moderantismo (2008). Pero el hábito de la lectura, el mismo Galves lo ha reconocido, no es propio de los líderes del independentismo; al menos, el de sacarle provecho.