Entrevista en el diario Ara a Àrtur Mas. No entiende qué significa confrontación inteligente —el último significante vacío puesto en circulación por Carles Puigdemont—. No entiende por qué su «propio espacio político se está resquebrajando». No entiende por qué no es posible, pensando en las elecciones, un acuerdo entre PDECat y JxCat. No ve ninguna «razón estructural» en la falta de acuerdo, como sí la hubo cuando se rompió CiU y fue el estar a favor o en contra de la independencia. No entiende por qué ha habido una disputa por el nombre de JxCat, habiéndose comprometido todos en un documento firmado a no utilizarlo los unos sin el consentimiento de los otros. Cree que es un error que el nuevo JxCat quiera romper con la herencia de CDC, puesto que hay «mucha gente que procede directamente de Convergència» y el mismo Puigdemont «era militante de CDC desde el año 1983, antes que yo». Pues si Àrtur Mas no entiende todas estas cosas, pocas esperanzas hay de que lo entendamos los demás. Tal vez las apariencias no engañan y lo que pasa es que la mayoría de los convergentes se apuntan al equipo que creen ganador, que en este caso es el de Puigdemont, y luego ya se verá.
Mas cree que «no hay que poner un cortafuegos a un proyecto que fue ganador en Cataluña durante muchos años», el de CDC, y que ese «proyecto sigue siendo válido»; sin embargo, incluso habiendo permanecido en el PDECat, no tiene claro a quién votará: «Lo que haré es ver las candidaturas y especialmente qué defiende cada una, y en función de eso decidiré.» Como si él fuera el más inocente de los votantes.
Las opiniones de Mas son lo que siempre se ha llamado nadar y guardar la ropa: «Puigdemont y yo defendemos lo mismo», aunque desde partidos distintos. «Ninguno de nosotros sabe cuándo Catalunya será independiente, lo que sí sabemos es que hay un problema de narices como consecuencia de la pandemia. Ocuparse de esto no es incompatible con fijar un objetivo y trabajar para conseguirlo.» No lo es, siempre que el medio plazo no dificulte el corto plazo.
Cree que la mesa de diálogo no servirá para nada, ya que «en Madrid no están ni preparados ni tienen la voluntad de abordar seriamente el problema de fondo que plantea el soberanismo catalán, que no es otro que poder votar en un referéndum». Esto es una media verdad: el soberanismo catalán quiere la independencia, el referéndum es sólo el instrumento con el que aspira a conseguirla.
Defiende el derecho del presidente Torra a hacer cambios en su gobierno, pero «si esta remodelación de gobierno se hace para estar mejor preparados para la lucha contra el covid-19, no entiendo que no se haya tocado ninguno de los departamentos más directamente vinculados a la pandemia». Porque se trata de los de ERC y el poder del presidente Torra tiene demasiados condicionantes, eso es todo; aunque ya casi no importa.
En cuanto a ERC, afirma que algunos de sus movimientos actuales «recuerdan nuestras maneras de hacer. Pero ¿sabe aquella expresión castellana que dice que la cabra siempre tira al monte? Tácticamente están cambiando de manera de hacer, tienen derecho a rectificar. Ahora bien, atención, las bases de ERC son las que son y cuando se vea que la mesa de diálogo no resuelve el problema de fondo entre Cataluña y el Estado, pueden volver a aparecer corrientes significativas dentro de ERC que incluso reclamen de nuevo un giro hacia otro lado».
Y, como todo el mundo, Mas cree que ha de haber «un plan de acción conjunto», una estrategia compartida por ERC, JxCat y PDECat. No menciona al PNC ni a ninguna de las formaciones que, antes del choque de trenes, se descolgaron del que iba a salir peor parado: debe entender que ya no son dignas de consideración por haber renunciado a la independencia.
«Si no hay hoja de ruta común, ¿quién nos tomará en serio? Ahora bien, esto significa que todos tendrán que renunciar a algo.» Ya hubo hoja de ruta, y nadie les tomó demasiado en serio. En cuanto a renunciar, Mas ya renunció a la presidencia; a los demás no se les ve muy predispuestos a renunciar a nada.
Duran, en defensa del Régimen del 78
Ahora parece imposible que Àrtur Mas y Josep Antoni Duran i Lleida, el uno en CDC, el otro en UDC, coexistieran durante tanto tiempo en la coalición CiU; incluso compartieron mesa en el ejecutivo catalán, el uno en Economía, el otro en Gobernación, durante los años del cambio de siglo.
Duran, como tantos otros protagonistas de la transición, denuncia la ofensiva izquierdista contra lo que llaman el “régimen del 78”: «No me parece banal señalar que si puede apodarse como régimen es precisamente por haber dejado atrás un régimen dictatorial. Ello sin olvidar que una de las virtudes de la Constitución, como bóveda que es de este “régimen del 78”, es la de dar cobertura incluso a aquellos que pretenden su demolición.»
En cuanto al caso del rey Juan Carlos, «no parece razonable utilizar el fango que un policía corrupto y una ambiciosa cortesana arrojan contra una de las personas clave sobre las que se edificó la transición». Pero no hay nada razonable en esa ofensiva, se trata de acumular cargos contra unas instituciones y unas personas con el fin de forzar un cambio que antes se llamaría revolucionario y ahora queda más políticamente correcto dejar en rupturista.
Sigue Duran: «Lo que se pretende es que los españoles vean la monarquía no ya como un problema, sino como el problema. Unos con el interés de hacerla caer para generar una república española y otros con el anhelo de que ésta sea la antesala de una república catalana.»
No se ha señalado bastante esta colusión entre la extrema izquierda y el secesionismo, que ni ellos mismos saben hasta dónde puede llegar. Los unos fingen no oponerse a un referéndum de autodeterminación, con la intención de atraer votos nacionalistas; los otros, fingen poner por encima de todo sus ideales republicanos para lograr el apoyo de los votantes de izquierda decepcionados. Por algo dijo Carme Forcadell, allá por el 2015, entonces presidenta de la ANC, que una victoria de Podemos facilitaría la negociación por la independencia.
Duran reafirma la historia de éxito que han sido los años de la transición: «Ha permitido a España en su conjunto vivir la era más larga de su historia de convivencia democrática acompañada de un claro progreso económico y social. Y en Catalunya, en particular, a todo ello hay que sumarle el hecho de que nunca había podido ejercer tan elevado grado de autogobierno.»
Y denuncia cuál es el gran problema actual, que obstaculiza los grandes acuerdos, incluyendo eventuales reformas de la Constitución: «Es la sustitución del espíritu de la transición (diálogo, transacción y pacto entre diferentes) por el virus del populismo (demagogia, confrontación y división ahondando las diferencias). Y populismo es tanto la nueva izquierda —y la nueva derecha— como el independentismo.»