Este año la conmemoración del 11 de septiembre no ha tenido nada que ver con los anteriores. El protocolo sanitario y la prudencia han obligado a hacer unas concentraciones poco más que simbólicas, pero la pandemia no lo explica todo. No puede explicar la desorientación y el desengaño que hacen mella en los ánimos independentistas. No puede explicar por qué el espíritu de unión que aunaba a personas de muy distintos intereses y pensamiento ha dado paso a una sucesión de rencillas y reproches. No puede explicar por qué no se ha sabido lanzar este año un mensaje fuerte y comprensible, como lo fue aquel «President, posi les urnes» de 2014. El largo lema escogido por la ANC, «El deber de construir un futuro mejor. El derecho a ser independientes», quiere decir tanto que ya no dice nada.
Tanto el editorial del Punt-Avui —Diada amb esperit reivindicatiu— como el del Ara —Una Diada simbòlica però reivindicativa— ponen émfasis en la exhibición de 2.850 sillas organizada por Òmnium Cultural ante el Arco de Triunfo de Barcelona. Esas sillas vacías tenían que servir para evocar las 2.850 personas represaliadas por el proceso. Es como mínimo extraño que, para llegar a esa cifra, haya que poner en el mismo saco a quien le han caído 13 años de cárcel y a quien le ha llegado una multa por alguna gamberrada, pero a todos ellos les une, dijo Marcel Mauri, dirigente de Òmnium, ser «víctimas de la razzia represiva de este Estado vengativo». El término razzia no es nada adecuado porque se refiere a un ataque militar por sorpresa, y no tiene nada de sorprendente que en un Estado se apliquen las leyes.
Pero dirigentes y propagandistas están obligados a mostrar la botella medio llena, y llenándose, ante los que la ven medio vacía, y vaciándose. Por ejemplo, José Antich —La Diada de la resiliencia— advierte que el movimiento es irreversible: «No hay peor ciego que el que no quiere ver y sólo desde la miopía política o desde la falta de comprensión de un país ciertamente complejo y poliédrico hay que dar por amortizada a una ciudadanía que se puso a andar con paso firme en 2010 tras la sentencia del Estatut, explosionó con la primera manifestación masiva del 2012 y se ha hecho adulta y un movimiento socialmente mayoritario a lo largo de una década de pasos hacia adelante, algún que otro tropiezo, y una represión policial, mediática, económica y judicial sin parangón en ningún país de nuestro entorno europeo.»
Denunciar esa «represión sin parangón» es el mínimo común denominador de todas las facciones, aunque es insuficiente para ocultar el hecho que cada vez tienen menos en común. Cuenta Nació Digital —Una Diada d’avís—: «El independentismo civil ha dado un grito tan contundente como desesperado, apelando directamente a los líderes de las principales formaciones políticas: “Oriol Junqueras y Carles Puigdemont, sit and talk”. La presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, ha cambiado de destinatarios el eslogan que hace apenas un año hizo fortuna para instar al gobierno español a resolver el conflicto con Cataluña por la vía política. Ahora, la petición se hace directamente a los dos principales actores, JxCat y ERC, que ni siquiera ante el eventual escenario de una inminente inhabilitación del presidente Quim Torra han conseguido trazar un camino conjunto. Las elecciones están demasiado cerca y la batalla del corto plazo para la presidencia de la Generalitat se impone, incluso, por encima de los efectos de la judicialización que continúa impactando en las dos formaciones.»
Y, para paliar este hartazgo de peleas y debates estériles, un orador, Josep Maria Cervera, presidente de la Associació de Municipis per la Independència (AMI), se refugió en una metáfora de actualidad: «La verdadera pandemia se sufre desde hace 300 años en Cataluña, y no es otra que nuestra relación con España. Es una relación tóxica desde hace siglos. No importa si hablamos de dictadores o de gobiernos republicanos, no importa si hablamos de gobernantes conservadores y progresistas». Ante ese panorama, «la única vacuna posible es conseguir la plena soberanía».
Donde siempre ven la botella, no medio llena, sino llena del todo, en la prosperidad y en la adversidad, es en Vilaweb. Pere Martí —Una diada de inflexión— reincide acríticamente en los tópicos recurrentes: «Su hegemonía política [la del independentismo] no se puede discutir y, a pesar de las disputas partidistas, sigue teniendo una mayoría clara. La controversia sobre si la mayoría es suficiente o no, es legítima pero estéril, porque si hay algo que ha aprendido el independentismo en estos ocho años es que España no está dispuesta a aceptar ninguna solución democrática. (…) Cuando más creció, cuando más ensanchó la base, fue entre el 2012 y el 2017, es decir, cuando defendió con determinación la unilateralidad y la confrontación. Y para crecer, ha sido clave la movilización en la calle, que hay que recuperar cuando las condiciones sanitarias lo permitan.» O sea: somos los de la calle, y no nos importan las mayorías. Sólo falta añadir: lo volveremos a hacer y será peor.
El hecho constatable es que, como afirmó Salvador Sostres en Abc el mismo día 11 —El pelo y la laca—, «ni el más fiero de los independentistas sabe hoy cómo se hace la independencia ni siquiera cuál podría ser el siguiente paso en la correcta dirección». Que no lo sepa el más fiero no es raro, porque la fiereza suele estar reñida con el pensamiento, pero es que no lo sabe ni el más sensato, prudente y calculador de los independentistas.