En España, la vieja distinción entre izquierda y derecha sigue vigente —incluso demasiado vigente a resultas del empecinamiento de los mantenedores de la memoria histórica en evocar la guerra civil en términos de revancha—, pero han aparecido otras. Está la oposición entre constitucionalistas y revolucionarios (o partidarios de iniciar un proceso constituyente, como se llaman ahora), y está la agria disputa entre unitaristas e independentistas, que ha substituido la tensión anterior y más plácida entre centralistas y autonomistas. Todos estos ejes se combinan y entrecruzan en el debate electoral.
En Cataluña está también la competición entre realismo y fantasía que divide el independentismo y va tener momentos de gran intensidad a medida que se acerquen las próximas elecciones autonómicas. Francesc-Marc Álvaro, en El mercado del pragmatismo, se atreve a descompartir los dos bandos: «Òmnium, ERC y una parte de los posconvergentes han modificado claramente su análisis (y su estrategia) mientras la ANC, JxCat, Puigdemont, Torra y la CUP mantienen la promesa de tentativa unilateral y de momentum. Es significativo que la pandemia no haya influido mucho en los que se niegan a pinchar la burbuja del secesionismo mágico.»
Puede que no sea todo tan simple. Seguramente entre los postconvergentes que han acudido al nuevo JxCat de Puigdemont quedan todavía restos del sentido común heredado de otros tiempos y escepticismo ante la confrontación inteligente que dicen querer plantear. Y en ERC debe haber suficiente empuje quimérico y querencia por la insurrección como para desbaratar los más pragmáticos planes de su dirección.
Álvaro sugiere la aparición de otro eje, «el de la gobernabilidad, a raíz del impacto de la covid-19», a tener en cuenta a la hora de decidir el voto. Habrá que ver si a los independentistas les sirve aún el recurso del comodín «España no nos deja» para seguir gobernando la Generalitat, o si ciertos aspectos de la gestión autonómica que atañen directamente a la vida cotidiana —salud, enseñanza, trabajo— no son valorados por los electores con el mismo triunfalismo con que los exponen los medios oficiales.