En Les trinxeres de l’independentisme, Ignasi Aragay, en el Ara, cree que «unas elecciones por sí solas no arreglan nada, incluso pueden empeorar las cosas», y que «el independentismo volverá a sumar una mayoría inestable y poco operativa».
En un raro ejercicio de realismo y sentido común, reconoce que «no podemos seguir instalados cada uno en su burbuja, en nuestro círculo cerrado, cada vez más pequeño, cada vez más preocupados y malhumorados».
Es fácil coincidir en que «hasta que no salgamos de esta espiral no hay solución», primero porque «numéricamente nadie es lo suficientemente fuerte para imponerse al otro, tanto dentro del independentismo o el unionismo como entre los dos grandes bloques», y segundo «porque desde el sectarismo, desde el odio, no se puede hacer nada que valga la pena».
Aragay afirma que en estos momentos «el lodazal del insulto es decepcionante», pero aún cree en «la apertura de miras de los primeros años del Proceso», en «aquel invento inclusivo del derecho a decidir», cuando lo que conviene percibir es que de aquellos polvos vinieron estos lodos.
Los años del proceso han servido para crear una división que se consiguió evitar en tiempos de la transición, la división entre separatistas y unionistas, o entre unilateralistas y constitucionalistas —ni siquiera nos pondríamos de acuerdo en las etiquetas—, y dentro de cada uno de estos bloques las diferencias son notables, y los conflictos de poder, estridentes.
Aragay cree que «desde la sospecha y el miedo del otro no se avanza» y que «el primero que ose salir de la propia trinchera tendrá premio porque somos muchos los que estamos hastiados con la estéril guerra de desgaste, en el interior de cada bando y entre bandos».
Pues así estamos, y como en la vieja fábula, la cuestión es quién se atreve a ponerle el cascabel al gato.