El primer café del día me lo sirven en el jardín del Ateneu Barcelonès. Lo suelo acompañar con media hora de escritos a pluma y con una lectura profunda de alguno de mis libros. Es un momento sublime y reflexivo acompañado por las gentes que pisan la casa diariamente.
Mi inocencia me persigue desde que entro por la sala de converses saludando a mis compañeros de buena mañana hasta que me siento con uno de los pilares de mi vida. Tomo un café y él me acompaña con su té verde y hacemos un repaso de nuestra bonita relación, distinta por la entrañable diferencia de edad. Nos ponemos a charlar de las sillas Barcelona de Mies van der Rohe, siempre tan cerca del querido esnobismo, y nos divertimos viendo cómo siguen sobreviviendo los peces del estanque que nos rodea. Sorbo tras sorbo van acercándose los socios de honor del lugar. Interrumpen felizmente nuestras conversaciones y nos recuerdan cómo lucía antiguamente todo lo que la casa ha tirado por la ventana. Sientes en ellos la necesidad imperiosa de ser escuchados y de expresar todo lo que les han hecho creer que eran palabras necias. Ahora, curiosamente, no son más que seres anguniosos que molestan al entrar al jardín y desprenden aromas desagradables, se oye decir de setentonas processistes.
Cuando mi querido amigo me abandona entonces vuelvo a sentir esa soledad que tanto me acompaña en el jardín; la necesito y ahora pienso que sería incapaz de vivir sin ella. Fijo la mirada en el manar del agua, y trato de abstraerme para encontrar la estructura que deben poseer mis palabras antes de dejarlas por escrito. ‘Això és fer ateneu.’ Impregnar el tiempo muerto con cada uno de los pensamientos que deslizan las paredes de la docta casa. Conocer cada una de las esquinas, y no hablo de la quinta planta que todos conocemos, hablo de cada uno de los personajes que llevan alimentando este oasis desde hace más de treinta años.
Sigo pensando, mientras sujeto el purito con el que voy a retomar mi lectura, y oigo de lejos el brusco abrir del cristal de la puerta del jardín; lo acompaña un rostro vagamente conocido. Los aires de joven sabelotodo provocan en mí una serie de estornudos notoriamente alérgicos, consecuencia del impensable acercamiento a mi ser.
¿Quién es capaz de hacer público su trabajo como representante de una entidad mientras gira la espalda a todos los jóvenes no gubernamentales que pisan diariamente la casa? ¿Cómo se lidera una entidad tratando de vetar discursos que les incomodan?
Evitando que me pidan el teléfono de cualquier amigo, algo trascendente con el que haya tomado un café, subo rápidamente a la biblioteca. Trato de esquivar la caza de intereses que desarrollan en mi querido espacio de crecimiento personal. Se me encoge el corazón y recuerdo que no entienden de sentimientos a pesar de que el Ateneu palpita en sus corazones. Es probable que hayan dejado la puerta, por la que acaban de entrar, abierta y sin pensar si dejarán enfriar ‘la sala de converses’. No habrán procurado el tono con el que hablan en las videoconferencias que realizan paseándose por la casa y que les alimenta su rostro de Ícaro. Y al salir a tomar el café vallarán su zona con sillas, manteles de casa de la mamá y un cartel que luzca ‘prohibido personas de más de treinta años’.
Tratan de representar a las juventudes del Ateneu mientras se pasean por el Sena y pensando que ese delicioso ateneista baja de un coloquio de la Bohigas, a pesar de lucir una majestuosa sonrisa tras el mayor ‘polvo’ de su vida.
Esta es la terrible silueta que luce el imperioso centro cultural e histórico de Barcelona. ¿Pero qué colores va a desprender si los niños, que se hicieron socios hace menos de tres años, están representando un sector tan importante?
Queridísimo Josep Pla, perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y, sobre todo, líbranos del mal. Amén.