La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha desdibujado la estrategia europea del deeply concerned. En su segundo mandato no consecutivo, el presidente de Estados Unidos persigue la paz en Ucrania. Su relación cordial con Vladímir Putin podría facilitar su mediación en el conflicto y el fin de una guerra que ya se ha cobrado la vida de más de 200.000 personas. El problema, como en toda disputa, es a qué coste. Aunque aún no hay un documento oficial que lo acredite, parece que una condición innegociable será que Rusia se anexione parte de Ucrania, que se rechace la petición de Volodímir Zelenski para entrar en la OTAN y que la Unión Europea no interfiera en los intereses rusos.
Todo esto ocurre tras una cumbre europea, convocada por el presidente Emmanuel Macron, que estuvo a punto de terminar a gorrazos. En el seno de la Unión existen dos corrientes enfrentadas: los partidarios de enviar tropas (Francia y Reino Unido) y los que se oponen (España, Polonia y Alemania). Estos últimos, vencedores por amplio margen, insisten en que cualquier operación militar debe contar con el respaldo de la OTAN.
Sin embargo, lo más sorprendente de todo este enredo es que el presidente Pedro Sánchez, en una maniobra disuaria propia de la realpolitik francesa, pretende abanderar la alternativa europea frente al otro triunvirato (Estados Unidos, Rusia y Ucrania). Un presidente del Gobierno que es el que menos invierte en la OTAN en relación con su PIB, que tiene sus movimientos políticos cercados a nivel nacional por simpatizantes de Putin y que ha duplicado la compra de gas ruso desde la invasión, alcanzando los 8.000 millones de euros. No parece la mejor carta de presentación para tomar la iniciativa.