Detestan al obrero porque no habla a quince anglicismos por minuto. Detestan a todo trabajador que no se exprese como un bobalicón y que busque un atuendo elegante pero desapercibido en las grandes ocasiones. Detestan la escuela pública, pues nunca pisaron una; incluso cuando, siendo mayores de edad y teniendo la oportunidad, eligieron, como sus padres, la privada. Detestan que la ropa no nos quede bien, que no desfilemos con la seguridad con la que lo hace cualquier adinerado. Detestan las tertulias futbolísticas y la gesticulación ruda. Detestan que no estemos por sus mantras identitarios. Detestan que no les votemos.
Y, efectivamente, la resistencia somos nosotros. Aquellos que, tras nuestra jornada laboral, acudimos a establecimientos donde se funde el olor a fritanga con el de tabaco. Aquellos que pedimos la última ronda, incluso sin poder pagarla más que con una resaca y, por supuesto, sin hacer falta. Por eso nos detestan, porque somos la carga de la prueba que clama: “no nos representan”. Porque somos, efectivamente, unos peces de ciudad que desafiamos al oleaje sin timón ni timonel. Ya basta de hacer la mona en el desierto. Algunos quieren que nos traguemos que su independencia, salir del Ensanche, salir de casa de papá y mamá para vivir en la misma calle, es también cosa nuestra. Y no, la emancipación de los trabajadores es otra cosa bien distinta a vivir con el ceño fruncido, impostando haberlo pasado muy mal.
Sin embargo, no crean que están leyendo una suerte de esbozo romántico de los currelas. No presumo de virtudes; es más, no creo que en la enumeración haya muchas. Ahora bien, simplemente existir sí es una buena victoria; es un triunfo colosal contra el ombliguismo puritano al que estos pijeras nos tienen sumidos.