240 minutos han bastado para desnudar la fragilidad de la sociedad ante una crisis imprevista. La península se ha sumido, conjuntamente con Francia, Alemania y demás países europeos, en la oscuridad eléctrica. Con ella, el súbito desorden nos ha recordado, una vez más, lo rápido que el pánico y el caos se apoderan de la población.
Barcelona se ha convertido en un escenario de confusión. Un paseo de poco más de una hora por el centro ha sido suficiente para constatarlo. Las estaciones de bus y tren se han llenado de pasajeros frustrados, cuyas quejas han escalado en tensión y gritos en cuestión de minutos. Los supermercados, asaltados por compradores ansiosos, han visto sus estantes vacíos en un frenesí desbocado. Las calles, algunas sin semáforos funcionales, se han visto transformadas en un caos de bocinas y maniobras temerarias de conductores y peatones –con muy poca paciencia– por igual.
Este fallo técnico deja al descubierto nuestras taras colectivas. En apenas unas horas, la ciudadanía se ha mostrado incapaz de mantener la calma, priorizando el instinto de supervivencia sobre la cooperación. La ausencia de luz y sistemas de comunicación ha expuesto una verdad incómoda: somos muy vulnerables y nuestra compostura social se desmorona al primer inconveniente. Mientras las autoridades trabajaban para restablecer el suministro, la gente parecía competir por quién podía desordenar más rápido el frágil equilibrio.
Cuatro horas y media. Ese ha sido el tiempo necesario para que España pasara de la normalidad a un conato de anarquía.