Juan Abreu y la desaparición de las pequeñas cosas

«La miseria es execrable. Pasa que, a quien no tiene, la cotidianidad se le vuelve repulsiva, porque no consiste en otra cosa que en escabullirse de la humillación diaria»

Abreu
Portada de la obra de Juan Abreu / Ladera Norte.

En el epígrafe ‘Lagartijas, lombrices, alacranes, peces de colores’ de la autobiografía de Juan Abreu, puede verse reflejada la sustancia de su obra. “Si tuviera que identificar a la llamada Revolución Cubana con algo, la identificaría con la desaparición de las cosas”, sentencia. Abreu, a quien pude escuchar mientras presentaba su libro en Barcelona, es un tipo comedido. Un erudito poco tentado a formar parte de la intelectualidad orgánica. Una pluma díscola, si se quiere. Su libro no es solo un alegato vivencial contra la dictadura castrista; también es un salvoconducto para valorar la sociedad que tenemos. Sí, la misma que se cae a pedazos. Esa misma. Pero también aquella que construyeron con sangre, sudor y lágrimas los humillados desde el principio de los tiempos.

Ponerse frente a este río de tinta resulta especialmente enriquecedor para quienes, con una mirada desprejuiciada, nos identificamos con la izquierda. La izquierda ilustrada, permítanme el matiz. La de las conquistas sociales, la libertad individual y colectiva; no la del dogmatismo ni la de los comisarios políticos.

Por eso, incidir en esta cuestión no es baladí. Del mismo modo que existió —y existe, aunque hoy parezca un club de lectura— una izquierda verdaderamente emancipadora, también estamos obligados a reconocer la irrupción, y en estos momentos la hegemonía, de una izquierda profundamente reaccionaria. Monjitas desarrapadas con pistolas. Ignorantes cuyo aliño moral, en función de sus escrúpulos, condenan a gente noble a la muerte social o, directamente, a morir fusilados. De ahí la importancia de tomarse en serio la libertad. La adscripción ideológica no te dota de mayor bondad que quien se halla en tus antípodas; de hijos de puta está lleno el mundo.

La estrofa que bautiza la obra de Abreu indica muy bien qué encontrará el lector en las casi 400 páginas que la componen. El escritor recurre al Premio Nobel Joseph Brodsky, cuyos versos introducen la complicada infancia del cubano: «Si se escarba aquí —y para mí es como / un pajar de agujas una casa derruida— / se puede hallar, seguro, la felicidad, / bajo la cuarta capa de escombros». Quien nos deleita periódicamente en Emanaciones, su blog, no tiene interés alguno en romantizar la miseria. La miseria es execrable. Pasa que, a quien no tiene, la cotidianidad se le vuelve repulsiva, porque no consiste en otra cosa que en escabullirse de la humillación diaria. Tus primos tienen unos zapatos que deseas; tu tugurio nada tiene que ver con los adosados de quienes se arrodillan al poder; tus regalos el Día de Reyes te anticipan que ficción y realidad no siempre son agua y aceite.

Y allí estaba Abreu, dispuesto a lograr que Debajo de la mesa no fuera el sueño emborronado de una madre. Su objetivo, alcanzado después de traspasar todas las barreras habidas y por haber de entrada, es que Concepción Felipe Torres, lejos de ir a ripiar con la vecina malhumorada, pueda ahora, allá donde esté, exclamar: no me equivoqué, mi esfuerzo valió la pena y mi hijo es alguien.

Y es que, en un periodo tan convulso, con un final aún por avistar, el sistema de incentivos para convertirse en un mierdas es proporcional al vacío que hoy impera en Cuba. Una tierra convertida en un pozo de nostalgia por las pequeñas cosas: pasta de dientes, turrón, pompas de jabón, etc., que hoy claman volver ante la atónita mirada de quienes creen que la escasez es su único universo.

Discúlpenme por esta reseña tan abigarrada. La responsabilidad íntegra recae sobre este que les escribe. Sigo impactado tras la lectura, y no hay nada mejor —entre tanta hojarasca barata— que conmoverse con una obra extraordinaria gracias a la recomendación de una amiga.

Fragmento web de Ladera Norte.

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