Lo sé, voy tarde. Pero, como canta Caetano Veloso, la película de Arantxa Echevarría es «lo mejor de la neblina del ayer». Podría describirla perfectamente como el último retal de la crónica del terror impuesto por un corral de desalmados. Sin embargo, la particularidad de La infiltrada no radica solo en su temática, sino en su enfoque: el relato se construye desde la tensión de una doble identidad, la de una agente encubierta que se infiltra en la banda terrorista ETA y se ve obligada a convivir con el enemigo.
Echevarría refleja la cotidianidad de una joven logroñesa, Arantxa Berradre (Carolina Yuste), que, recién salida de la academia de Ávila, se propone frenar la sangría maketa y pone rumbo a San Sebastián. Objetivo a priori poco plausible y condena voluntaria al ostracismo social por salvaguardar el estado de derecho, y todo sin poder pedir porqués… «Para el mundo, tú no existes«, le advierte el inspector jefe Ángel Salcedo (Luis Tosar) poco antes de adentrarse en la jauría.
Y sí, esto va de trasladar el miedo de los ciudadanos comunes a los terroristas y a sus comparsas, hablemos claro.
Marc Luque
Quizá esta maravilla cinematográfica, premiada con el Goya a Mejor Película, responde a la advertencia recordando a quienes realmente, con acción y sin palabrería, lucharon para desactivar la ficción étnica que dinamitó la convivencia en una tierra de categoría. Y, en consecuencia, evitando que, aunque por razones de seguridad no se pueda homenajear a los infiltrados como es debido, los crímenes abertzales queden impunes.
O, como mínimo, quizá la pretensión es más modesta: conseguir que a los ahora dóciles corderos, amantes del tiro en la nuca, que hoy son aplaudidos en ongi etorris al salir de la cárcel o directamente desde la tribuna del Congreso, les tiemblen las piernas al salir a la calle.
Y sí, para la victoria democrática hay que trasladar el miedo de los ciudadanos comunes a los terroristas y a sus comparsas, hablemos claro. Básicamente, de que la sociedad vasca les lance miradas inquisitivas a estos reaccionarios de tomo y lomo cuando salgan a comprar el pan o lleven a sus hijos al colegio, y no evasivas cuando se les interroga por las matanzas indiscriminadas, los más de 300 casos sin resolver o el éxodo vasco.
Decía Fernando Savater en alguna ocasión que «la tolerancia no se alcanza respetando la intolerancia», como tampoco, pienso ahora, se preserva la democracia adulando y blanqueando a ETA y a sus sucesores políticos. Una expresión afín verbalizó la productora del filme, María Luisa Gutiérrez, tras recoger el Goya: «porque la memoria histórica también está para la historia reciente». Tremenda lección para un centro de histriónicos plegados a la servidumbre.
Ya pueden recurrir a todo tipo de epítetos zafios, que de nada les servirá. Concluyendo a lo arendtiano, no hay terreno fáctico emponzoñado que desdibuje por completo la realidad. Como tampoco hay, muy a pesar de los Kepa Etxebarria y Sergio Polo de turno, periodos donde prime el encubrimiento del mal y la contaminación absoluta de la virtud cívica. ¡Vayan al cine!