Carlos García-Arista (Palencia, 1970) es crítico de arte y periodista. Su escritura se distingue por la claridad y el rigor, alejándose de la jerga para acercar el arte contemporáneo a un público amplio. Su interés se centra en conectar la creación artística con los movimientos culturales y en explorar el papel de los museos en la sociedad actual.
Carlos, tú estudiaste periodismo… ¿Cómo empezaste con la crítica de arte? Y, ligado a tu formación de periodista, ¿Cuál es el papel de la comunicación en el arte contemporáneo?
El arte es lo que me interesó siempre, aunque haya tocado otros palos por temporadas. En cuanto al deber de los comunicadores, es muy fácil: imponer la claridad. Detrás de las jergas se suelen esconder los impostores.
¿Cómo fue tu encuentro con el arte? Esa primera vez que pisas un museo o aquél encuentro memorable con una determinada obra de arte.
Creo que es un poco como aprender un idioma de niño. Te acuerdas de la fecha, más o menos, solo si empezaste de mayor. En mi casa aprendí a disfrutar muy pronto de la lectura, de las artes, y para mí es un placer verlo todo desde ese ángulo. El inconveniente es que después me pongo a sacar un abono de transporte, o a llenar mis papeles de autónomo, y también debo querer interpretarlos en términos creativos porque tardo, por decirlo de manera amable, más que la media.
¿Cuál es la relación entre la crítica y la historia del arte? Algunos dicen que la crítica se ocupa del arte contemporáneo y la historia del arte del pasado.
La cuestión es dónde situamos el pasado. Un joven contemporáneo de Miguel Ángel que imitase sus modelos pensaría en él como presente, pero después le marcaron la línea del Manierismo o del Barroco.
Hay que tratar de ver las conexiones cruzando las líneas que hemos pintado más tarde, con el propósito de entendernos entre nosotros, o no vemos nada.
No es raro encontrarnos con que los artistas buscan lo mismo que hace quinientos años. Todavía tengo pendiente el viaje a Amberes para ver cómo ha quedado el experimento del Museo de Bellas Artes de mezclar diferentes épocas en las salas. Ya lo hemos visto en el Prado cuando dejan espacio a artistas contemporáneos. Estoy convencido de que a veces bastaría poner al lado de una obra actual otra clásica para que ambas se entiendan mejor y alguien se interese por una pieza frente a la que hubiera pasado de largo.
En Italia hablan del critichese, ese que se explica en sus artículos con un lenguaje ininteligible y farragoso.También en tu escritura hay una labor de honestidad de doble dirección, con el artista y la obra, y con los que te leemos -pobres legos en la materia.
Me alegro de que veas el esfuerzo, porque en eso se queda a menudo. Pero es muy importante. Hay que asumir que todos somos legos, y muchas veces es el caso, sobre todo con piezas recién creadas. Eso nos da la ventaja de saber la información que hay que aportar para que algo se entienda: la misma que hemos necesitado nosotros.
Escribir es pensar. Antes, la idea es pura intuición. Si no se entiende lo que dices, hay muchas posibilidades de que tampoco tú lo tengas del todo claro y la idea misma sea absurda.
Los artistas deberían también reflexionar sobre la mejor manera de comunicar sus intuiciones. Alguien tan poco sospechoso de conservadurismo como Sebastian Smee, del Washington Post, dice que la crítica marxista a la creación como objeto de consumo llevó, por ejemplo, en el videoarte, a una hostilidad muy agresiva contra todo lo que pudiese resultar atractivo. Y, sin embargo, las piezas que encabezan, según él, la lista de las mejores en lo que llevamos de siglo son vídeos: The Clock, de Christian Marclay y The Visitors, de Ragnar Kjartansson. Eso ha sido posible porque, en opinión de Smee, sus autores han sido capaces de saltarse los límites que les ponían las preocupaciones de las vanguardias. No renuncian a la pericia técnica, ni sospechan de la seducción y la emoción. Sus obras son visual y formalmente ambiciosas y la libertad con que trabajan hacen que incluso directores de éxito, como pasó en su momento con David Lynch, se sientan cada vez más atraídos por el mundo del arte.
Un crítico es «an artist cursed with the ability to write» dice Darby Bannard…
Traducir lo intraducible es un trabajo que no termina jamás. Pero también hay quien opina, como el físico David Deutsch, que la estética crea nuevo saber objetivo, igual que la ciencia, a través de conjeturas. Tal vez, nos dice, un día seremos capaces de traducir la intuición al lenguaje natural y saber, por ejemplo, por qué si movemos una pieza de una obra maestra de Mozart, que es una teoría eficaz y muy difícil de variar, deja de serlo.
¿Qué es lo que más te impresiona en una exposición, la intensidad de una obra o la personalidad del artista volcada en la obra, su (in)(e)volución? ¿Hasta qué punto es posible separar la obra artística del artista?
Hace poco vi en Bruselas un cuadro que no conocía en persona, un Bruegel que durante un tiempo se atribuyó al Bosco, y en cuanto lo tienes delante es fácil saber por qué. Trata de la rebelión de los ángeles y aparecen los sublevados convirtiéndose en animales fantásticos, horribles, expulsados y perseguidos por los ejércitos celestiales. Unos conservan gestos que aún pueden mover a la compasión, los otros empuñan sin dudarlo la espada. En cuanto las abstracciones se encarnan en cuerpos físicos, ya no hay manera de evitar que se fundan entre ellas, ni con los cuerpos.
Los artistas y sus creaciones son inseparables. En el arte vemos nuestro lado terrenal mezclado con intuiciones maravillosas que no se sabe de dónde salen, la miseria del día a día que convive con la capacidad de imaginar mundos, de extenderse en el pasado y el futuro como ninguna otra criatura puede hacerlo, de explicar la realidad, y eso es lo más interesante.
En el manual posmoderno, la inventiva cuenta poco: el cuadro nos pinta a nosotros y no nosotros el cuadro, los memes circulan y nosotros somos sus productos involuntarios. No funciona. Las ideas de las personas, su creatividad, mueven la historia, y no al revés.
¿Son ciertos estos 4 pasos en toda crítica de arte: describir, analizar, interpretar y evaluar?
Claro, es por donde hay que empezar. Pero la utilidad de aprender las reglas y saberlas aplicar incluye averiguar dónde y cómo romperlas. La parte de evaluar, con el arte contemporáneo, hay que tener la modestia de dejarla en ocasiones para el futuro. A los artistas solo cabe admirarlos, porque te das cuenta de lo difícil que es crear algo que uno mismo considere digno de exhibirse, y no digamos acercarse alguna vez a la imagen original que tenía en la cabeza.
A lo más, podemos decir por donde van, hablar de los que nos parece que han dado con algo valioso, elocuente, significativo, incluso si no es de nuestro gusto. O tratar de explicar por qué nos llegan los que de verdad nos llegan. Con frecuencia, en el arte contemporáneo, el problema es la comunicación. ¿Hasta qué punto una obra dice lo que dice quien la crea si, reunido un grupo de personas sensibles e inteligentes, no llegaría nunca a dar con ello? Todo lo que sea provocar un efecto, transmitir con claridad, aunque sea un contenido intraducible al lenguaje natural, se agradece.
Personalmente, lo que me interesa es conectar el arte con los movimientos de la cultura en general. Contestar preguntas más amplias: si existe el progreso, si la creación plástica se ha fundido con el pensamiento, si la estética se está disolviendo hasta llegar a estar en todas partes y en ninguna. Por eso mi trabajo es más lento y más apartado del día a día, aunque procure no perderlo de vista.
Vamos a Barcelona… en 2022 escribiste sobre el MACBA, justo un año después volviste a él, pero el tono -ciertamente-amargo era el mismo,¿en qué punto estamos ahora? Copio y pego un texto sobre la actual exposición de Motta:«Su trabajo solo se entiende desde la mirada comprometida de Motta con los movimientos sociales y políticos, concretamente con la política de la identidad de género y la sexualidad, y, sobre todo, con una voluntad tozuda de dar voz a las expresiones disidentes ante los discursos normativos dominantes. Este punto impregna la totalidad de su obra, que pivota sobre dos ejes que dialogan y multiplican las implicaciones del ser disidente: la interseccionalidad y lo queer».
No diría exactamente amargo. Para mí siempre es un gran placer visitar el MACBA. Es cierto que se pueden sugerir, muy modestamente, otras líneas de trabajo: sería interesante atraer a un público más variado con claridad en la comunicación del museo y una oferta diversa. No significa que el equipo encabezado por Elvira Dyangani Ose no sepa muy bien lo que hace y no se aplique con una pasión y dedicación que se notan. Incluso cuando hay cosas en el programa que desafían mis puntos de vista, como, hace unos meses, Daniel Steegmann con sus críticas al antropocentrismo, o sus ideas a veces difíciles de ver reflejadas en la obra, siempre se trata de propuestas estimulantes que ayudan a abrir la mente y pulir los argumentos.
Sí pienso que repetir dogmas con demasiada alegría perjudica a los museos. No creo que tengan soluciones a los problemas con que lidia a duras penas la sociedad en su conjunto, los parlamentos, los estados, con todos sus recursos, y que además encuentren esas soluciones precisamente gracias a prescindir del pluralismo, en lugar de garantizarlo. No es una crítica que venga solo de la derecha. Desde la izquierda preocupa que los colectivos marginados sirvan de escaparate, preocupan las contradicciones diarias de una institución que no puede dejar de estar próxima al poder y, sobre todo, preocupa esa voluntad de marchar por delante, interpretando la realidad y construyendo el relato en lugar de recoger lo que surge de la sociedad espontáneamente.
Tampoco creo que se pueda asociar el concepto de museo con el colonialismo. La del museo fue una idea ilustrada y no es posible imaginarse ninguno de los movimientos emancipatorios de los que hablan, de género, de clase, y todos los demás, sin la Ilustración. Cualquiera que intente explicarlos fuera de ese contexto tendrá grandes dificultades. Fue la voluntad cada vez más extendida de actuar de manera coherente, eliminando arbitrariedades indefendibles, la que los hizo posibles. Se están saltando un paso fundamental, porque no sé cómo piensan que hubieran triunfado en sociedades tradicionales. Basta con mirar a Irán, donde las mujeres piden la libertad más elemental y les responden a diario con asesinatos y violencia. Y, sin embargo, la reacción en occidente no es lo bastante indignada porque las iraníes también reclaman ese paso previo, sin el cual saben que no van a ninguna parte, esa sociedad democrática y abierta que aquí parece que damos por amortizada.
Por ese camino, existe el peligro de socavar las bases de lo mejor que tenemos, de lo que somos, empezando por los museos y los valores que encarnan.
La pregunta anterior me lleva a Azúa y a su Volver la mirada (presentado en CLAC en marzo de 2019), sobre la cita de Danto de «arte después de la muerte del arte», el arte contemporáneo está en el mercado y en los medios de comunicación, pero no en la teoría del arte porque no hay historia.
Sí, Danto opina que ya no hay una visión oficial del arte, un relato único, y cada cual tiene el suyo. Una gran pregunta, de las que te decía antes que me gusta contestar en mi trabajo. Pero claro, lleva más tiempo del que tenemos hoy.
Tal vez los gestores del arte contemporáneo deberían preguntarse por qué tiene tan poco impacto social, cuando su propósito declarado es que tenga más.
Una galerista americana contaba hace poco en un artículo cómo su plan inicial era que su idealismo político se impusiera al negocio. Con el tiempo, se dio cuenta de que tanto sus ideas como su trabajo se beneficiaban cuando trataba de alinear ambas frecuencias lo más posible, para que vibrasen juntas y tuviesen más fuerza. Hay coleccionistas que compran piezas sin mérito por lo que dices en tu pregunta, les guían solo la inversión y los medios, y hay museos que exhiben trabajos de segunda porque, preocupados por las ideas, olvidan la comunicación efectiva, en lo que dicen y en las obras que eligen. Alinear las dos frecuencias traería una revolución.
Los museos necesitan abrirse siendo a la vez más humildes y más ambiciosos. En lugar de ser lo que llaman un «museo situado»—otra vez la jerga—, extendiéndose por las calles de alrededor con una labor social de alcance dudoso, deberían redoblar el esfuerzo por hacerse accesibles y apetecibles para toda esa audiencia y una todavía mucho mayor. Los críticos con el elitismo del arte, quienes aspiran a abrir los museos, son los que usan un lenguaje esotérico dirigido solo a la tribu. Volvemos a lo de antes. Si no se nos entiende, probablemente no estemos diciendo nada y el concepto sea erróneo. O sea un dogma no cuestionado.
Aunque algo rime con una cita de Walter Benjamin, hay que comprobar si tiene contenido, si es pensamiento efectivo con consecuencias o pura retórica. La contradicción puede ser creativa, porque no lo sabemos todo, y de los problemas salen soluciones. La retórica, no. La retórica, con sus paradojas vacías y sus juegos de palabras, es el material del sofista. Es posible, y deseable, hacer cartelas que entienda un adolescente y que todavía sean informativas y alimenticias para los especialistas.
La prueba del nueve es el público variado, heterogéneo. La señora del Opus, o el obrero inmigrante, y por supuesto, grandes sectores del público en general se desentienden de lo contemporáneo no porque no quieran disfrutar del arte, sino porque nadie se molesta en dirigirse a ellos con respeto e interés. Piensa en un buen Caravaggio: toca la fibra sensible de los devotos y los ateos de cualquier siglo, las clases obreras de su época y la nuestra, e incluso los ángeles rebeldes. Siempre hay una manera de apelar a la humanidad común sin renunciar al sentido crítico.
Es una cuestión recurrente, aunque no es el tema de grandes debates (la vivienda o la inseguridad lo copan casi todo), ¿percibes nostalgia por todo lo que Barcelona ha dejado perder? Podemos quedarnos con el ejemplo del Hermitage , ¿cuál es tu diagnóstico sobre la cohabitación entre la propuesta de los grandes museos públicos (MNAC-MACBA…) y la aparición de iniciativas privadas o lugares de formato medio (La Pedrera)?
Barcelona necesita esa diversidad. Incluso dentro de lo público, hace falta la voluntad de no ajustarse a un solo discurso. Lo que no suele entender la gente es que, si desarmamos los controles institucionales, y si desechamos la pluralidad en los centros de arte, el discurso puede ser otro que no nos guste. En Polonia, cuando entró la extrema derecha, le quitó el juguete a la extrema izquierda y se lo dio a los suyos. Entonces, la crítica internacional quiso invocar el criterio de calidad, pero ya no sonaba muy creíble. El emperador estaba desnudo, y a temperaturas centroeuropeas.
Lo explica muy bien Marisol Salanova, que es una de las voces más valientes de la actualidad y sabe ver a través de las líneas políticas: la cultura no puede vivir solo de recursos públicos, sobre todo porque corre el riesgo de convertirse en moneda de cambio en un sector plagado de precariedad, y de quedar así sometida a los vaivenes partidistas.
En el caso particular de nuestra ciudad, además, la oferta pública parece crecer más por el lado de lo radicalmente nuevo y en La Pedrera hemos visto, en cambio, exposiciones maravillosas de Giorgio Morandi, Barceló, y el museo abstracto de Cuenca. Los artistas y el público, aunque viajen, necesitan estar expuestos también aquí a la variedad y tener un panorama completo. Cualquier sesgo que se repita ininterrumpidamente, los mismos gestores que se eligen entre ellos, la misma ideología que no cuestiona sus principios, las mismas preferencias de géneros o formatos o tendencias, tienden sin remedio al provincianismo, aunque vayan copiando lo que pasaba en Nueva York hace tres años.
Dinos 3 exposiciones que no debería perderse nadie que ande por Barcelona en estos días.
Pues se me ocurren un par de cosas precisamente en los sitios de los que hemos estado hablando. En el MACBA todavía quedan unos días para ver a Teresa Solar, una escultora joven con una gran proyección internacional. En La Pedrera está a punto de inaugurarse la retrospectiva de Sean Scully, uno de los referentes de la abstracción contemporánea, que además tuvo durante años el taller en Barcelona.
Tampoco hay que olvidar las galerías. A veces veo a la gente fuera, con ganas de entrar, y asoman por el cristal como si aquello fuese algo exclusivo. El placer de mirar o ¿por qué no?, el de darse un capricho, está al alcance de cualquiera. Si alguien hace el esfuerzo por un teléfono caro del que no usa el ochenta por ciento de las funciones, por qué no por algo que le estimule cuando mira la pared, o incluso algo que le intrigue, que le saque de un poco de sus casillas, que es como decir de su encasillamiento, donde se esconde la rutina. Las galerías suelen estar localizadas por zonas. Si te das un paseo por la calle Trafalgar, por ejemplo, puedes ver unas cuantas en un rato, charlar con los galeristas, que están siempre deseando entablar conversación y tienen historias estupendas. Hace poco oí decir a Taché, decano del gremio en Barcelona, que nunca le niega el consejo a un artista que va a verle, ni aunque sean meros aficionados. Si tienes suerte, incluso te puedes topar con ellos, los propios artistas, pongamos, en una inauguración. ¿Qué más se puede pedir?
El cielo de las tardes de invierno en Barcelona es de ese gris que apunta Antonio López desde el MNAC…
Lo pilló a la primera. Antonio López es enemigo de la retórica, quiere una luz que muestre lo que hay. Quien aprecie la emoción que añade pintando, bien. A quien no le convenza, siempre puede mirar directamente al cielo, pero le dedicará un segundo más de atención, aunque solo sea por comparar, y eso ya le hace un poco artista.
