El pasado 17 de octubre de 2024, Rutte confirmó en una comparecencia pública los planes de la OTAN para continuar su expansión en el este de Europa y avanzó que Ucrania se convertiría en breve en el miembro número 33 o 34 de la Organización Atlántica. Además, el secretario general de la OTAN se ha destacado desde que accedió al cargo el 1 de octubre por exigir a los miembros de la organización incrementar sus gastos de defensa, siguiendo las instrucciones de Washington, contando siempre con el respaldo entusiasta de los países escandinavos y bálticos, algunos de los cuales decidieron abandonar su tradicional posición de neutralidad, mantenida incluso durante la años duros de Guerra Fría, para integrarse plenamente en una organización militar que ha ido incorporando desde finales del siglo XX a todos los países que formaron parte del Pacto de Varsovia e incluso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hasta 1992, contraviniendo los compromisos alcanzados por Gorbachov con los líderes Occidentales.
Más papista que el Papa
Su cruzada contra Rusia podría resumirse en dos mensajes reiterados por Rutte una y otra vez en los últimos meses: primero, los países miembros de la OTAN han de respaldar sin fisuras el esfuerzo de guerra liderado por Zelenski contra el agresor ruso, y, segundo, “para prevenir la [extensión de la] guerra, la OTAN debe gastar más”. Seguramente el bueno de Rutte se las prometía muy felices pensando que sus posicionamientos maximalistas seguirían contando con el aval del nuevo sheriff en Washington y su sorpresa ha debido de ser mayúscula al comprender que el presidente Trump no tiene intención alguna de incluir a Ucrania en la OTAN, ni está especialmente preocupado por la decisión que los países europeos adopten finalmente en materia de defensa, salvo por el hecho de que un aumento de sus gastos militares supondrá mayores pedidos para la industria armamentística estadounidense y eso es bueno para impulsar su programa ‘América primero’.
Uno se pregunta si realmente, como sostiene Rutte, “la situación [en Europa] no pinta bien” y “no hay ninguna duda de que es la peor de toda mi vida y sospecho que de las suyas también”. No me corresponde valorar en las apreciaciones subjetivas del secretario general de la OTAN, nacido en 1967 y quizá demasiado joven para opinar de forma tan categórica, pero si me atrevo a decir que dar por sentado que el resto de los europeos compartimos su valoración de la situación internacional es una hipótesis completamente gratuita, y que su percepción del alto riesgo que entraña carece de fundamento algunos. En realidad, muchos europeos tenemos la impresión de haber vivido situaciones bastante más complicadas que la actual como, por citar un caso, la crisis de los misiles de 1962. Resulta, además, inverosímil otorgar credibilidad a la amenaza rusa que se cierne sobre la UE, porque si alguna conclusión positiva cabe extraer de la guerra en Ucrania es que el ejército ruso ha ido incapaz de ganarla en tres años de feroces combates. Ningún europeo con dos dedos de frente puede pensar que Putin, después de la dura experiencia en Ucrania, está planeando abrir un frente de miles de kilómetros a lo largo de toda su frontera desde Finlandia al Mar Negro.
Dosis de realismo
Incluso quienes no compartimos su concepción mafiosa de las relaciones internacionales, reconocemos que la llegada de Trump a la Casa Blanca ha aportado dosis de realismo y sentido común al cuestionar la continuidad de la guerra en Ucrania, y la sola perspectiva de poner fin en breve a la masacre en Centroeuropa constituye una magnífica noticia para todos los europeos en general, pero sobre todo para quienes han estado librando una guerra de atrición que ya se ha llevado por delante a decenas de miles de combatientes de ambos bandos y va a dejar un país arrasado que tardará décadas en recuperarse. La guerra ha constituido también un desastre económico para los países europeos que han aportado 132.000 millones, 62.500 en ayuda militar y 72.000 en ayuda humanitaria, y han padecido fuertes elevaciones de los precios de la energía, los fertilizantes y los cereales que han asestado un duro golpe a todas las economías de la UE, muy especialmente a la alemana por su enorme dependencia del gas ruso hasta febrero de 2022.
La prolongación de la guerra ha beneficiado a corto plazo principalmente a Estados Unidos que ha visto incrementarse sus ventas de armas y productos energéticos y ahora pretende con la firma de la paz controlar el 50 % de las reservas de minerales (titanio y litio) y tierras raras (aunque no está claro que las haya) de Ucrania en ‘pago’ por los préstamos hechos por Biden a Zelenski para comprar armas a empresas estadounidenses. De algo podemos estar seguros: Trump quiere hacerse con el control de algunos recursos valiosos aprovechando la firma de un acuerdo de paz con Putin. En todo caso, este cambio radical en la posición de Washington ha pillado a los líderes de la UE con el pie cambiado, y poco cabe esperar de reuniones improvisadas como la mantenida en París la tarde de17 de febrero, cerrada sin alcanzar ningún acuerdo porque ahora resulta casi imposible salirse del guion escrito por Biden desde el inicio de la invasión: no hacer concesiones territoriales al agresor y continuar apoyando al gobierno de Zelenski.
Desconcierto en la UE
¿Cómo cambiar de repente el paso y salvar la cara tras quedar descolgados por Trump de las negociaciones de paz? Éste es el dilema al que se enfrentan los líderes de la UE quienes, además de verse en la tesitura de aumentar los gastos militares sin contar con una estrategia común de defensa, van a verse obligados, como pretende Trump, a acelerar la entrada de Ucrania en la UE y pagar la cuenta de la reconstrucción de un país devastado. Algunos quizá estén preguntándose por qué se plegaron a los planes impulsados por la Administración Obama para desestabilizar Ucrania, por qué abdicaron de hacer cumplir a los presidentes Poroshenko (2014-2019) y Zelenski (2019-2025) el acuerdo Minsk II alcanzado en 2015 para otorgar cierta autonomía a las regiones en el Este de Ucrania, por qué no apostaron con decisión por concluir el acuerdo de paz casi ultimado pocas semanas después del inicio de la invasión, y por qué aceptaron sumisamente los designios de Biden para librar una guerra de atrición subrogada cuyo principal objetivo era prolongarla varios años para erosionar a Putin.
Como recuerdan, Charad y Radchenko, autores del artículo “The talks tha could have ended the war in Ukraine”, publicado en Foreign Affairs el 16 de abril de 2024, resulta importante subrayar que “en medio de una agresión de Moscú sin precedentes, rusos y ucranianos casi completaron un acuerdo que habría puesto fin a la guerra y proporcionado a Ucrania garantías multinacionales de seguridad, sentando las bases de su neutralidad y eventualmente su ingreso en la UE”. En aquel momento crucial, afirman los autores, “Putin y Zelenski sorprendieron a todo el mundo por su mutua disposición a hacer concesiones de calado para acabar con la guerra”, y concluyen con una afirmación a medio camino entre la predicción y el deseo que desafortunadamente no se ha visto cumplida hasta ahora: “podrían volver a sorprender a todos en el futuro”. Una vez más desde la II Guerra Mundial, la política exterior de Estados Unidos en pro de una imposible hegemonía mundial prefirió desbaratar el prometedor plan de paz de abril de 2022 con consecuencias catastróficas para Ucrania en última instancia que, además de perder casi con toda seguridad Crimea y el Donbás, va a tener que hacer frente a una situación humana, social y económica calamitosa durante décadas.