Proyección: “En el ámbito del psicoanálisis, atribución a otra persona de los defectos o intenciones que alguien no quiere reconocer en sí mismo”. Ya sea por vergüenza, por aliviar la carga sobre la propia conciencia o simplemente por una cuestión de supervivencia ideológica, la proyección responde a la necesidad de no sentirse solo en la disidencia de la multitud.
Si les suena familiar, no es porque se haga demasiada pedagogía sobre el asunto, sino porque este patrón de conducta constituye uno de los pilares fundamentales del pensamiento de la izquierda nostrada. “Necesitamos mecanismos que redistribuyan la riqueza ante la miseria moral del empresariado liberal”, aseveraba Iglesias antes de expandir su emporio mediático con sueldos paupérrimos y condiciones laborales que harían sonrojar a Amancio Ortega.
El truco, claro, está en situarse siempre en la trinchera moral correcta. No importa lo que hagan, sino desde dónde lo hacen. La izquierda cultural se ha erigido así en árbitro supremo de la ética, repartiendo carnés de virtud mientras se blindaba a sí misma frente a cualquier cuestionamiento. Y en esa superioridad moral autoimpuesta, el feminismo no ha sido una causa, sino una coartada.
De ahí que los últimos escándalos de presunta violencia sexual entre sus filas resulten particularmente despreciables. Durante años, nos repitieron que la violencia contra la mujer no era un problema de individuos, sino de “estructuras”. Que no había manzanas podridas, sino un árbol entero enfermo; casualmente siempre en el jardín de enfrente. Sin embargo, cuando las acusaciones han salpicado a los suyos, han pasado de la histeria punitivista al garantismo exprés. Señores, quizás no debieron asumir que los demás eran como ustedes. Su babosismo no es patrimonio indivisible de nuestro género ni mucho menos de la masculinidad.
«La izquierda no abrazó el feminismo por convicción, sino por conveniencia.«
El reciente caso de Juan Carlos Monedero resulta especialmente paradigmático. Aquel que sermoneaba sobre el consentimiento entusiasta en tertulias de postureo feminista, termina siendo señalado por presuntos comportamientos que causarían bochorno entre el patriarcado más rancio. Mientras tanto, su entorno miraba para otro lado, como si la violencia, de repente, tuviera matices.
Iñigo Errejón, que nos vendió la idea de una masculinidad más sana, terminó también denunciado por una presunta agresión física a una mujer. El silencio de sus correligionarios fue atronador. Y Pablo Iglesias, tan dado a señalar machismos ajenos, dejó tras de sí un reguero de testimonios incómodos sobre su forma de tratar a las mujeres dentro del partido morado.
Todo esto nos lleva a una conclusión incómoda, pero inevitable: la izquierda no abrazó el feminismo por convicción, sino por conveniencia. No fue una lucha, sino una estrategia. No buscaban transformar la sociedad, sino blindarse contra cualquier crítica. Y en el momento en que la realidad les ha alcanzado, han reaccionado como siempre: protegiéndose a sí mismos, por supuesto antes y por encima de las mujeres que decían defender.
El feminismo como parapeto. Como salvoconducto moral. Como herramienta para descalificar al adversario mientras se perpetúan las mismas prácticas que, en otros, habrían sido condenadas -como no puede ser de otra manera- sin matices y con contundencia. Un discurso hipócrita e insulso, que al final parece que hacía poco más que proyectar sobre el adversario los vicios y vergüenzas sobre los que loas adalides de la izquierda desarrollaron su cuestionable personalidad.