Ayer, a media mañana, me dirigí hacia Cornellà para presenciar, una vez más, otro resultado amargo del Mágico. Liturgias prefutbolísticas aparte, el empate quedó empañado por unos presuntos cánticos racistas contra Maroan Sannadi, delantero del conjunto bilbaíno.
Al parecer, según ha denunciado el capitán del Athletic, Iñaki Williams, su compañero fue bautizado por un seguidor blanquiazul como «Puto moro». Una vez puestas las vejaciones en conocimiento del árbitro, este decidió suspender el encuentro durante varios minutos. Mientras los hombres de Manolo González abandonaban el terreno de juego, el Espanyol inició una performance, mal llamada protocolo antirracista, que resultó casi más torturante que el partido en sí.
Cualquiera diría que un racista, a la vista de lo acontecido, no cura su impotencia con cinco minutos castigado contra la pared. Ni en Mr. Wonderful se atrevieron a tanto; vaya soberana majadería… Sin embargo, poco después, el esperpento futbolístico pudo continuar, por el bien de todos y para el sufrimiento de un servidor.
Aquí llega Williams, la Dama de Elche, versión euskaldún, e interpreta que un particular ha proferido un insulto racista desde la grada, y c’est fini
Marc Luque
Ahora bien, hay una cuestión de fondo que se ha omitido en todos los medios de comunicación: ¿por qué el futbolista posee una autoridad superior al resto de los espectadores? Aquí llega Williams, la Dama de Elche, versión euskaldún, e interpreta que un particular ha proferido un insulto racista desde la grada, y c’est fini, a pastar el partido. Y todo este embrollo protocolario posterior se activa sin que el denunciante sepa identificar al autor de la impertinencia verbal. No sé, quizá es demasiada autoridad para sujetos con formaciones intelectuales, dicho sin alevosía, muy rudimentarias.
Además, hay otro tema subyacente a la polémica: la responsabilidad de los futbolistas. A un aficionado común se le aplica la Ley del Deporte en caso de que cometa alguna actividad delictiva antes, durante o después de la celebración del partido. Actividades tan delictivas, nótese la ironía, como consumir bebidas alcohólicas en otro sector de la gradería que no sea el palco, están castigadas con sanciones superiores a los 3.000€. Ya no hablemos de altercados donde interceda la violencia verbal e incluso física.
El caso es: ¿por qué, cuando, por ejemplo, dos futbolistas se insultan, no hay sanción alguna? ¿Por qué las agresiones entre ellos tampoco comportan penalizaciones económicas? ¿Están exentos de cumplir el ordenamiento jurídico vigente?
Mi particular visión sobre el asunto se reduce a considerar que a Williams se le está poniendo cara de Vinicius y quiere ahora sumarse al colectivo de ricachones mojigatos de mostrador, abanderando causas identitarias y criminalizando a una multitud de currelas que solo van al estadio a intentar disfrutar, con escaso éxito, de su equipo. Criminalización, por cierto, muy rentable en la Cataluña nacional-barcelonista. Hoy, los presuntos insultos abren cabeceras de periódicos y telediarios. Unanimidad absoluta: el Espanyol arrastra un problema de racismo. Ayer, una indiscutible agresión sexual fue calificada como «un roce del juego». Bienvenidos al mundo varista, donde el quién precede al qué, en detrimento siempre de los mismos: el club fundado por don Ángel Rodríguez.