Las noticias llegadas de Washington desde el pasado 20 de enero confirman que el nuevo presidente de Estados Unidos está decidido a llevar al límite las competencias de su cargo para implementar medidas que ponen en riesgo el ya muy debilitado status quo mundial. Aunque la detención de residentes ilegales puede parecer a primera vista un asunto de carácter meramente interno, las deportaciones a los países receptores bajo amenazas de sanciones o su envío a Guantánamo sobrepasan claramente el ámbito nacional. A esta iniciativa concreta, hay que sumar la decisión de desligar a su país de cumplir los compromisos alcanzados en organizaciones y foros multilaterales como Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la OCDE, la Organización Mundial de Salud, la Conferencia sobre el Cambio Climático, etc. A los más viejos del lugar, los designios imperialistas de Trump nos recuerdan las ambiciones imperiales de algunos líderes de tan triste recuerdo para la humanidad durante el primer tercio del siglo XX.
Desde el final de la II Guerra Mundial, las intervenciones de Estados Unidos en el resto del mundo, por muy injustificadas, crueles y hasta criminales que hayan sido, solían envolverse bajo el mantra de la defensa de los valores democráticos y los derechos humanos, aunque existen incontables documentos internos de las Administraciones estadounidenses que las diseñaron y ejecutaron que lo desmienten con rotundidad. Trump es un personaje tan primario y seguro de sí mismo, muy crecido tras ganar las elecciones y quedar en suspenso las condenas que lo asediaban, que no necesita semejantes zarandajas intelectuales y expone sin recurrir a subterfugios su ambición de hacerse con Panamá, Groenlandia o Gaza con la misma claridad que otros líderes hicieron con Austria, los Sudetes o Abisinia. De no ser por la distancia en el primer caso, las condiciones climáticas extremas en el segundo, y la presencia de 2 millones de gazatíes y millones de toneladas de escombros, a buen seguro que Trump habría ya ordenado ocuparlos en su condición de comandante en jefe de las fuerzas armadas.
Más allá de las justificaciones ad hoc, la política exterior estadounidense se basa en el doble principio que pueden resumirse así: Estados Unidos tiene el derecho indiscutible a dominar al resto del mundo, y todas sus iniciativas, incluidas las más injustificables y despiadadas, no están sujetas a ninguna norma de carácter supranacional y exentas de rendir cuentas ante cualquier tribunal internacional. Como Chomsky y Robinson subrayan una y otra vez en su libro “The Myth of American Idealism”, “Estados Unidos viola con libertad tratados cuando le apetece… y cuando la Corte Internacional de Justicia dicta que los Estados Unidos han actuado al margen de la ley… simplemente rechaza reconocer la jurisdicción del tribunal y bloquea el cumplimiento de sus sentencias. Cualquier cosa para asegurar que nosotros no estamos sujetos a las mismas normas que todos los demás”. Cuando las administraciones estadounidenses acusan a otros países de cometer actos condenables o execrables, tales como invadir otro país o matar a civiles en un bombardeo, incumpliendo las leyes internacionales, dan por descontado que esos comportamientos resultan exigibles al resto de gobiernos, no así al de los Estados Unidos,
Es cierto que, con frecuencia, se escucha a las Administraciones estadounidenses apelar a “un orden internacional basado en reglas”, pero esas reglas no son como pudiera pensarse las que emanan de Naciones Unidas u otras organizaciones multilaterales ni de la jurisprudencia de los tribunales internaciones, sino que son más bien unas reglas oportunistas establecidas por los grandes poderes mundiales que utilizan su posición dominante para doblegar a los países más débiles, imponiéndoles duras sanciones, realizando operaciones encubiertas para derrocar gobiernos elegidos democráticamente, ejecutando operaciones militares de castigo, y hasta invadiéndolos cuando ninguna de las medidas anteriores da los resultados apetecidos. Aunque es cierto que los medios de comunicación gozan de gran libertad en Estados Unidos, a diferencia de lo que sucede en las autocracias, lo cierto es que, si bien el diseño y la ejecución de esas operaciones, secretas o no, han sido objeto de abundantes críticas cuando terminaron en sonados fracasos, la inmensa mayoría de los medios nunca ha cuestionado el derecho de Estados Unidos a interferir en otros países sin contar con ningún amparo legal.
Con Trump se ha levantado el velo de honorabilidad democrática y defensa de los derechos humanos con que se ha tratado habitualmente de encubrir las actividades desplegadas por las anteriores Administraciones para asegurar la hegemonía de Estados Unidos en cualquier rincón del mundo, Rusia y China excluidas por razones obvias, y más de un observador se habrá quedado sorprendido al escuchar al presidente exponer con toda crudeza su pretensión de hacerse con el canal de Panamá, incorporar Groenlandia a Estados Unidos o expulsar de su tierra a dos millones de palestinos, jactándose de que la vida en una Gaza reducida a ruinas, gracias a las armas suministradas por su antecesor, Biden, a Netanyahu, no puede compararse con la vida en su lujosa residencia Mar-a-Lago en Florida.
Pocos ‘liberales’ pata negra europeos y americanos fueron invitados por Trump a participar en alguna de las varias celebraciones inaugurales de su mandato, y aunque sus rostros indicaban sentirse extasiados por ser protagonistas del ‘histórico’ acontecimiento, me preguntaba cómo llevarían algunos la pretensión del mariscal de Florida de hacerse con Groenlandia o la ocurrencia de sustituir el topónimo ‘Golfo de México’ por ‘Golfo de América’. Algunos patriotas reunidos en Madrid han expresado su satisfacción sin reservas al padre de todos los patriotas. A quienes ya habíamos manifestado con claridad nuestra posición contraria al regreso triunfal de Trump a la Casa Blanca, las primeras iniciativas desplegadas desde el 20 de enero mediante 53 órdenes ejecutivas hasta el 3 de febrero han venido a reforzar el sentimiento de alivio que sentimos al no haber sido invitados a los festejos de entronización de un delincuente convicto.