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Sobre el derecho de gracia 2.0

Con el Derecho Penal tenemos una relación tan contradictoria que diríase propia de los espejos cóncavos de Valla Inclán, que lo deforman todo

Documento del indulto del expresidente Biden a varios de sus familiares.
Documento del indulto del expresidente Biden a varios de sus familiares.

En USA, tanto el saliente (Biden) como el entrante (Trump), que dicen mostrarse tan distantes en mil cosas, han coincidido en despacharse a gusto perdonando a sus cuates -la pardilla respectiva-, invocando como argumento que si se habían visto condenados era sin haberlo merecido: los Presidentes siguen la ley del embudo, porque son los míos. En España, apenas habrá que recordar la suerte de los sediciosos catalanes de 2017, primero con el indulto y luego con la amnistía: lo que se busca con esas medidas no es sino algo tan noble como normalizar, reconciliar y cerrar heridas. Y eso por no hablar de los terceros grados a etarras, porque la figura del derecho de gracia ha desarrollado muchas variables, incluyendo las Sentencias del Tribunal Constitucional sobre los EREs de Andalucía, en esa ocasión con una coartada tan estrictamente jurídica como el propio principio de legalidad penal.

Sí, asistía la razón a Darwin cuando afirmaba que las especies que sobreviven a la implacable selección son los que gozan de la habilidad de la metamorfosis o el camaleonismo, o sea, de saber irse adaptando al medio. Y lo mismo cabe predicar de las instituciones. La prerrogativa de la gracia proviene del Estado absoluto -cuando el monarca lo era todo- y resistió numantinamente los envites del constitucionalismo, el Estado de Derecho, la separación de poderes y la santidad de la cosa juzgada: un residuo de la derecha, por así decir. Hoy las cosas, llegando a idéntico resultado, han pasado a explicarse desde la otra orilla, la izquierda: los castigos obedecieron al lawfare, porque en las leyes, pese a ser democráticas, se embosca la injusticia o, con más probabilidad, porque quienes las aplican -los jueces- se dejan llevar por el rencor, dado que en el fondo, todos ellos son cayetanos y además lo disimulan muy mal.

Sí, asistía la razón a Darwin cuando afirmaba que las especies que sobreviven a la implacable selección son las que gozan de la habilidad de la metamorfosis

Sí, en ese tipo de planteamientos, así se formulen ayer desde estribor o ahora desde babor (con esto ha pasado lo mismo que con el antisemitismo), anida la idea de que existen delincuentes que en el fondo son buenos o que, al menos, y si acaso han cometido fechorías, acumulan méritos más que compensatorios y, hechas las sumas y las restas, el saldo les resulta favorable. Hay que oír, por ejemplo, lo que muchos, después de reconocer que Jordi Pujol o el Rey Juan Carlos -dos vivales– han trincado todo lo trincable, terminan poniendo sobre la mesa para salvarlos o incluso aplaudirlos: que si Cataluña -la tierra elegida por Yahvé, con la diferencia de que no se trata de llegar a Jericó, sino de que a Jericó no vengan más que los que tienen títulos para  venir-, que si la llegada de la democracia en 1975, que si tal y que si cual. 

Y eso sin remontar más arriba en la historia de las ideas o, si se prefiere, de las mentalidades. El cristianismo (o sea, la cultura occidental) está elaborado sobre la base de que Jesús, el crucificado por los judíos, no sólo era inocente sino que había venido al mundo justo para salvarles, a ellos y a todos. Pero la lista de condenados que se acaban considerando ángeles resulta amplísima, tanto en la literatura -Robin Hood, el Carlos Moor de El bandido de Schiller, o, en la California recién tomada a México, el Coyote, son sólo unos ejemplos entre mil- como en la propia realidad, desde Juana de Arco hasta Pablo Escobar o, ya puestos, el Chapo Guzmán, porque bien se sabe que si en muchos países latinoamericanos hay algo parecido al Estado de bienestar se debe a que los cárteles de la droga se muestran generosos a la hora de repartir todo lo que han ganado. Los respectivos Gobiernos los terminarán indultando o no, pero antes ha venido la sociedad -la justicia divina- a dictar su veredicto soberano: el pulgar hacia arriba, digan lo que digan los jueces y, por encima de ellos, las leyes.

La lista de condenados que se acaban considerando ángeles resulta amplísima, tanto en la literatura como en la propia realidad

En efecto, en el inconsciente colectivo de Carl Jung hay planteamientos que sobreviven a todo. Ayer, insisto, con ropaje de derechas y hoy de izquierdas, pero incólumes a los efectos de la erosión y el óxido: lo que el propio Darwin, hablando de las tortugas de las islas Galápagos, llamaba los milagros de la conservación.

En ese contexto, no merecen verse olvidados los bandoleros andaluces -de Sierra Morena o la Serranía de Ronda- de comienzos del siglo XIX. El paradigma fue, por supuesto, José María Hinojosa Cobacho, fallecido el 23 de septiembre de 1833, con apenas unos días de diferencia con Fernando VII. Si se le conoció como El Tempranillo fue por lo pronto -dieciocho añitos- que tuvo que aprender a huir de la justicia: sus colegas de Los siete niños de Écija se mostraban premiosos y él optó por buscarse la vida por su cuenta, creando su propia banda, dedicada no sólo al asalto de los viajeros -el peaje se había convertido en algo rutinario e incluso socialmente aceptado, al modo de las comisiones a los partidos políticos en las obras públicas- sino también, y con carácter más estable, al contrabando. Aunque lo verdaderamente chistoso es que en los últimos meses de su vida se había reconciliado con el orden, como relata Prosper Merimée en 1842 en sus Viajes a España: se acogió a la amnistía que había dado el propio Fernando VII cuando veía que llegaba su final y “el Gobierno hasta le concedió una pensión de dos reales diarios para que se quedase quieto. Como esa cantidad no era suficiente para las necesidades de un hombre que tenía muchos vicios elegantes, se vio obligado a aceptar un puesto que le ofreció la Administración de las diligencias. Se hizo escopetero y se encargó de hacer respetar los coches que él había desvalijado tan a menudo”.

Pero los mitos sobreviven a esas debilidades humanas -traiciones, en cierto sentido- y de hecho la imagen que nos ha quedado es la de quien siempre fue un auténtico héroe. Recordemos las palabras de 1861 de Reinhardt P. Dozy en su libro sobre la Historia de los musulmanes en España:

“Los ladrones no matan más que al que se defiende; urbanos y respetuosos, sobre todo con las señoras, despojan al viajero con todo miramiento. Lejos de ser menospreciados, gozan de gran consideración entre la multitud. Se alzan contra las leyes, se declaran en rebeldía contra la sociedad, aterrorizan los lugares que explotan, pero gozan de cierto prestigio, tienen cierta grandeza; su audacia, su genio aventurero, su galantería, agradan a las mujeres más asustadizas; y si caen en manos de la justicia y los ahorcan, su suplicio inspira interés, simpatía, compasión. En nuestros días se ha hecho famoso José María como capitán de ladrones, y su memoria vivirá mucho tiempo en la de los andaluces como el ladrón modelo”.

¿Deformación propia de los románticos extranjeros cuando se pronuncian sobre España desde su altivez norteña? No sólo. Segismundo Moret, gaditano de pro, 1867:

“(…) fuerza es confesar que hay algo, y aun mucho, de arrogante, violento, independiente, belicoso y hasta heroico, en estos caracteres altivos e indomables, que rompiendo todos los lazos con la sociedad, se resuelven a ser, con conciencia o sin ella, dentro de la esfera de su acción, un poder aparte y reparador de las deficiencias, que ellos se imaginan advertir en el poder público, según con su conducta lo demuestran los famosos bandidos Diego Corrientes y José María, que robaban a los ricos, y daban generosas y aun pródigas limosnas a los pobres muy desvalidos”.

El tal Diego Corrientes, por cierto, vivió en una época anterior (1757-1781: o sea, bajo Carlos III) y es una pena que Federico García Lorca se quedara en un esbozo de drama. Mención aparte merece Lorenzo Gallardo, personaje central de La Duquesa de Benamejí, obra teatral de Antonio y Manuel Machado: el tal Gallardo no se entiende sin la memoria de El tempranillo. Y eso sin contar con las novelas, hoy olvidadas, de Manuel Fernández y González (1821-1888), que tanta popularidad vivieron en el siglo XX en la época de la postguerra, o sea, en el primer y más duro franquismo. Vivir para ver.

Los periódicos de cualquier día, en sus páginas de información política, se dedican casi en exclusiva a noticias de los Juzgados

Volvamos a este 2025. Los periódicos de cualquier día, en sus páginas de información política, se dedican casi en exclusiva a noticias de los Juzgados sobre la imputación a tal o cual político y la consiguiente reacción histérica de su partido, que considera que el mundo se está hundiendo a sus pies. Habría que pedirles un poco de paciencia: al final de todo está el indulto formalizado como tal -el derecho de gracia en sentido propio- o, incluso antes, una opinión pública que, luego de comenzar por rasgarse las vestiduras (“que el villano no salga de la cárcel”, “que devuelva lo robado” y todo el discurso apocalíptico que oímos a diario), propende a dictar su propia Sentencia de sentido absolutorio, es decir, a compadecer al delincuente -Concepción Arenal dixit– e incluso muchas veces a convertirlo en un héroe. 

Hay cosas en las que somos muy modernos, pero en otras nos mostramos incorregibles: con el Derecho Penal tenemos una relación tan contradictoria que diríase propia de los espejos cóncavos de Valla Inclán, que lo deforman todo. El esperpento es lo que tiene. En Andalucía, tierra de María Santísima, y también en la Cataluña de la Mare de Deu de Monstserrat: todo consiste en la búsqueda de los que encarnan nuestra identidad: volvemos a la pandilla-. Y, para decirlo todo, en Estados Unidos también. A lo mejor la palabra correcta es la empanada mental.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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