Queridos Reyes Magos…

Me siento bastante mayor no sólo por la edad, una circunstancia ineludible, sino porque siento añoranza de aquel mundo sencillo de mi infancia

Cabra
La Rambla de Barcelona en 1981 / @BoigBCN

Quien más y quien menos guarda algunos recuerdos entrañables de sus días de infancia y muy especialmente de los Reyes Magos de Oriente. Lo siento por todos aquellos que no pueden decir lo mismo. En mi caso, recuerdo ir cada año a la cuadra de un tratante amigo de la familia, Juanito, y regresar a casa con una buena bolsa llena de vainas de algarrobas para que los caballos de sus majestades (me encantaba robarles unas cuantas) repusieran fuerzas tras su largo peregrinaje por las estrellas. Me cortaba el pelo pocas horas antes en el peluquero de toda la vida y nada más acabada la emocionante cabalgata, me daban de cenar temprano, colocaba mis relucientes zapatos en el balcón junto con la bolsa de algarrobas, y me acostaba con un pijama bien planchado para causar una buena impresión a sus majestades. 

Nunca terminé de saber si los Reyes dejaban los caballos en la calle o en el amplio portal de la casa, ni tampoco si escalaban por la fachada y entraban por el balcón donde aparecían los regalos a la mañana siguiente o si subían medio a tientas por las amplias y oscuras escaleras de la casa. Lo que sí creía a pies juntillas es que les daba tiempo para pasar unos minutos con mis padres e interesarse por mi comportamiento durante el año mientras degustaban el café y los turrones que mis padres habían preparado con mimo. El misterio de no saber exactamente cómo ocurría aquel milagro jugaba un papel esencial para mantener la emoción. Tenía, eso sí, la certeza de que no pasarían de largo (alguna vez creí escucharlos) y me dejarían alguno de los tres o cuatro regalos con los que jugaría durante años en la sala de estar. Queridos Reyes Magos…No podían faltar tampoco los duros envueltos en oro y plata y el paquete de cigarrillos Camel o Lucky Strike de chocolate. Supongo que ahora sería políticamente incorrecto.

Las fiestas de Navidad eran uno de esos pocos momentos que rompían la monotonía de una vida bastante tranquila y contenida donde el frío estaba siempre presente y había que buscar el calor de las cocinas económicas, el brasero de carbón vegetal y las humeantes estufas de leña. Mi hermana mayor nació en el caserón frío de mi abuela materna en 1940 y mi segunda hermana en 1945 en una casa alquilada donde mis padres, supongo, pudieron disfrutar de mayor independencia. No sé cómo fueron aquellas primeras Navidades tan próximas al final de la Guerra Civil, aunque tengo la impresión que serían en familia y bastante austeras. Yo fui el primero en nacer en la casa recién adquirida por mis padres en 1950 y tengo recuerdos bastante vívidos de acompañar a mis padres a algunos establecimientos de coloniales para comprar los modestos lujos que se servirían en las cenas de Nochebuena y Nochevieja y en las comidas de Navidad y Año Nuevo, y contemplar extasiado durante largo rato los escaparates de las confiterías examinando cuidadosamente las gigantescas (o así me lo parecían) barras de turrones expuestas. Yema, ponche, jijona, capuchina, alicante, barritas de guirlache con anisetes, etc. Nada de praliné de chocolate rosa, bizcocho remojado, caramelo de guayaba picante y nubes. Todo muy terrenal, contundente y recién salido del obrador.

Me siento bastante mayor no sólo por la edad, una circunstancia ineludible, sino porque siento añoranza de aquel mundo sencillo de mi infancia sin tantos papás noeles y trineos repetidos en cada esquina, sin tantas competiciones para ver qué ayuntamiento ilumina más kilómetros o gasta más dinero en la cabalgata, sin tantas idas y venidas y operaciones salida y retorno, sin tantas televisiones mostrando anuncios grotescos de perfumes, sin tantas horteradas de pedrochas y broncanos enturbiando hasta el último instante el tañido de las doce campanadas. Mayor por la añoranza del pasado y mayor también por no saber cómo será el mundo de los niños que recibirán hoy sus regalos de Reyes cuando despierten de su ensueño. 

Y es que siento que a los modestos Reyes de nuestra infancia les siguió una suerte de edad dorada: un regalo de siete u ocho décadas donde fuimos desterrando poco a poco la ancestral costumbre de asaetearnos unos a otros y si bien la mayoría de personas de mi edad pasamos algunos meses en el ejército jamás nos vimos en la tesitura de empuñar las armas y hacer fuego. Aunque nuestro tiempo no ha estado libre de guerras frías y calientes, hambrunas y catástrofes naturales, y cada cual ha tenido que lidiar con problemas y desgracias familiares como ha podido, pienso que la mayoría de europeos de mi generación hemos tenido la fortuna de no haber causado demasiados males, al menos conscientemente, al prójimo, y la suerte de no haber sido tampoco víctimas de las malas artes de nuestros vecinos.

Quizá peque de exceso de añoranza e idealización del pasado, pero tengo la impresión de no haber sentido nunca tan cerca los tambores de guerra como en estos momentos. Hace casi tres años que una guerra atroz está devastando Ucrania, desde hace 457 días otra guerra cruel está reduciendo a escombros Gaza, y escucho con preocupación a algunos prohombres europeos abogar por aumentar el gasto en defensa para rearmarnos. Para poner fin a tanta barbarie, me he cortado el pelo como cuando era niño y esta noche pienso poner mis zapatos en el balcón con una única petición a los Reyes Magos: que su estrella de la paz y buena voluntad nos ilumine para que nuestros hijos, nietos y bisnietos puedan seguir viviendo con emoción el ensueño de noches como ésta por los siglos de los siglos. 

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