Cuando la diversidad amenaza la libertad

"Donde el cristianismo instaló en el subconsciente común la idea de la emancipación y la propia soberanía, el islam deja como legado la sumisión y la obediencia a un presunto bien compartido".

La valla de Melilla en junio de 2022 / @porCausaorg.

Guillem Espaulella, Politòleg per la Universitat Pompeu Fabra.

Cuando abordamos la problemática de la inmigración, a menudo tendemos a simplificarla como un fenómeno meramente económico, centrando el debate en cuestiones de empleo, recursos y sostenibilidad social. Si bien estos aspectos son relevantes, el verdadero desafío radica en un plano más profundo y complejo: la confrontación entre sistemas de valores profundamente diferentes. La inmigración masiva no solo introduce diversidad cultural, sino que a menudo pone en contacto esquemas de pensamiento que pueden resultar incompatibles.

Occidente, a pesar de sus tensiones internas y debates constantes, opera sobre la base de un marco cultural compartido que actúa como colchón para resolver y canalizar conflictos y desacuerdos. Este marco, heredado de siglos de evolución cultural y religiosa, ha sedimentado principios básicos como la igualdad de género, la libertad individual y la separación entre la religión y el estado. Son estas nociones, ahora integradas en el tejido social occidental, las que garantizan una convivencia relativamente pacífica incluso en medio de intensos debates sociales y políticos. Sin embargo, estas mismas bases están siendo cuestionadas por la llegada de comunidades provenientes de contextos donde la estructura social, religiosa y cultural es inequívocamente distinta.

Podemos disentir sobre dónde empieza o acaba aquello que consideramos libertades personales. Sobre qué es o deja de ser “feminista” o si las llamadas conquistas sociales en materia de género son un avance o un retroceso intelectual. Sobre si debe existir un límite tangible respecto a las expresiones humorísticas o sobre si el derecho a la ofensa prevalece sobre el derecho a ofender. Pero lo cierto es que, con independencia de nuestra adscripción en estos debates sociales, compartimos un marco de referencia que salvaguarda -incluso en sus expresiones más mínimas- principios fundamentales como la integridad física, el derecho a la divergencia o la concepción más frugal de la libertad.

Uno puede mirar con reticencia, por ejemplo, a medidas como la paridad obligatoria en el lugar de trabajo para solventar las desigualdades percibidas en el mercado laboral. Yo mismo soy detractor de este tipo de políticas, pero ello no significa que pretenda supeditar a la mujer a los designios del hombre o encorsetarla en la labor doméstica. Discrepo porque me parece ineficiente y en contradicción con otras libertades, pero no pongo en duda la diagnosis de quien plantea que existe un problema, porque comparto con él el afán de un trato justo para todo el mundo. Es este entendimiento de la realidad y los análisis que hacemos en consecuencia lo que define nuestro imaginario colectivo. Debatimos y estamos en desacuerdo en muchas cosas distintas, pero nuestro bagaje cultural nos otorga dogmas conceptuales que moldean nuestro inconsciente y esbozan los principios compartidos de nuestra sociedad.

Es aquí donde radica el verdadero problema migratorio; en el conflicto entre dos concepciones de todo modo incompatibles sobre la realidad. A nadie debería escapársele que los esquemas de valores fruto del contexto cultural islamizado son absolutamente irreconciliables con las libertades de corte occidental.

Donde el cristianismo instaló en el subconsciente común la idea de la emancipación y la propia soberanía, el islam deja como legado la sumisión y la obediencia a un presunto bien compartido.

Guillem Espaulella

Sus estructuras sociales marginan a la mujer por costumbre de los ámbitos de decisión y desarrollo, relegándolas a labores no reconocidas y castigando severamente cualquier intento de acceder al mundo educativo o laboral.

b f No existe debate sobre la fortaleza de su condición como ciudadanas; porque no lo son. Apenas si se consideran propiedad. Dicho de otra manera, mientras nosotros discutimos sobre si las políticas de género son suficientes o por contra exageradas, ellos aún se plantean si la mujer debería sujeto de derechos constitucionales plenos.

No entra en juego tampoco el concepto de la libertad o la propia identidad frente al colectivo. Sus principios religiosos, que acaban en todos los contextos permeando las normas sociales, no entienden de libre albedrío: donde el cristianismo instaló en el subconsciente común la idea de la emancipación y la propia soberanía, el islam deja como legado la sumisión y la obediencia a un presunto bien compartido. Es la comunidad la que carga obligaciones y expectativas sobre sus integrantes, tomando decisiones vitales en detrimento de su libertad.

En este sentido, cabe destacar también la presencia absoluta de la doctrina religiosa como norma social. La secularidad que caracteriza a las naciones europeas y entiende la fe como algo privado y personal entra en conflicto directo con las pretensiones teocráticas del islam: la religión lo es todo. Lo marca todo. Lo decide todo. Y lo que decide es que si usted es una mujer no tiene los mismos derechos que yo. Que si sus preferencias sexuales difieren de la virtud musulmana no tiene permiso para expresarlas. Que el matrimonio forzoso con menores de edad es perfectamente bondadoso y la mutilación genital algo de lo más natural.

Y si sabemos todo esto no es porque seamos expertos o eruditos en la materia, sino porque las olas migratorias lo han exportado a nuestra sociedad. Porque, lejos de asimilarse a los códigos de conducta occidentales, la inmigración ha establecido contra comunidades que vulneran de manera sistemática multitud de derechos y principios que ya en el siglo pasado convenimos como derechos humanos de carácter universal. Porque lo vemos en nuestras ciudades. Porque hablamos de algo más que de incompatibilidad cultural; hablamos de una amenaza directa al modo de vida occidental.

Cerrar los ojos ante esta realidad abanderándose bajo las banderas del multiculturalismo y la condescendencia mal entendida, equivale a aceptar pasivamente la erosión de los valores que fundamentan nuestras libertades. Si queremos preservar nuestra voluntad y autonomia debemos abordar el fenómeno migratorio con realismo y contundencia. Esto no implica rechazar la diversidad, sino exigir que quienes lleguen a nuestras tierras respeten las bases fundamentales de la convivencia en Occidente. La integración debe ser un proceso bidireccional. Sin paliativos. Si los países de acogida ofrecen oportunidades, seguridad y derechos, es justo esperar que los migrantes adopten y se difuminen a los valores esenciales de la sociedad que los recibe. Más aún cuando es precisamente este esquema cultural el que ha generado en primera instancia una sociedad deseable. Esto no es ”renunciar a la propia identidad”, sino abrazar un marco común que garantice la cohesión social y el respeto mutuo.

Este es el desafío de nuestro tiempo; no solo gestionar flujos migratorios, sino defender la esencia de nuestras democracias frente a dinámicas que pueden debilitarlas. Solo con un enfoque firme lograremos preservar el legado cultural que nos ha llevado hasta aquí, sin perder de vista el ideal de una convivencia pacífica y enriquecedora.

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