Arcadi Espada (Barcelona, 1957) es un periodista enrolado en la misión de desalambrar la morralla pseudointelectual que impregna nuestra conversación pública. Comprometido con la razón y la naturaleza humana, este antiguo profesor de Periodismo de la Universidad Pompeu Fabra posee una dosis de arrojo un tanto anómala en los tiempos que corren. Su trayectoria y valentía me avalan para afirmar que hay personas que desdibujan aquellas «ciudades levíticas, sin porvenir y tristes», que describió en verso Andrés Trapiello, convirtiendo a las urbes en asideros de esperanza, incluso para los más pesimistas. Autor de Contra Catalunya, Raval, Un buen tío y Vida de Arcadio, entre otros, nuestro protagonista se erige como una referencia moral e intelectual no apta para fanáticos identitarios.
—Usted que participó en el movimiento eurocomunista en su juventud, ¿cuándo cree que se jodió la izquierda?
La izquierda en general sufre el primer embate, digamos, el posmodernismo, a mediados de los 60 y principios de los 70, cuando la política de la identidad empezó a apoderarse de los partidos. La evolución del capitalismo creó una fragmentación del sujeto tradicionalmente revolucionario y se constituyeron, a su vez, sujetos alternativos que vinieron a reemplazar al obrero.
La particularidad española es que a todas esas identidades fragmentarias que acabaron formando una suerte de metástasis ‘revolucionaria’, se añadió la del nacionalismo, identidad que, además, es letal y condena a la izquierda a no ser un movimiento renovador y atento a la política de la evidencia.
—Una fragmentación que devora a sus propios devotos; véase a Errejón…
El caso de Errejón es muy goloso y, durante mucho tiempo, permanecerá como un símbolo. Yo mismo vine a decir en el periódico, sobre esta cuestión, que el primero que hubiera devorado a Errejón habría sido él mismo.
En el fondo, la izquierda siempre ha tenido un problema, y esto lo explicó muy bien Peter Singer en un librito titulado ‘La izquierda darwiniana’, con la naturaleza humana. Nunca entendieron que las cláusulas de la naturaleza son implacables y no se pueden ignorar.
Este chico, infectado por Laclau y hecho pasto de manera un poco chusca -denunciado por una chica que no merece crédito-, es solo una víctima más.
—A colación de la DANA, ¿qué valoración hace del eslogan «Solo el pueblo salva al pueblo»?
Si creyera en el pueblo, sería liberal. Sin embargo, soy un gran desconfiado del pueblo; desconfío tanto del pueblo como Nabokov de la palabra ‘realidad’, que la escribía entre comillas. El pueblo, para mí, no existe; existen los ciudadanos: unos que merecen mi aprecio y otros que no. Entonces, como decía, creo que el Estado y el mercado son los dos grandes artefactos que ha inventado la humanidad.
Es cierto que el mercado tiene a sus apologetas, los de la mano invisible y la ausencia de regulación; como también lo es que a veces el Estado comete excesos. Ahora, pensar que esa sofisticada institución puede ser sustituida, de un plumazo, por la gestión espontánea de unos boy scouts es una ingenuidad propia de este tiempo.
—Al final, se ha querido vender que ‘Estado’ y ‘Nación’ son conceptos heterogéneos…
Yo creo que la nación no existe; eso es un cuento chino. A mí me interesa una nación en la medida en que es Estado, es decir, en la medida en que es capaz de otorgar derechos y organizar una conversación común.
Una función, por cierto, la de organizar la conversación común, a la que antes contribuían de manera importante los periódicos. Hay una frase muy bonita de Arthur Miller que decía: ‘Un buen periódico es una nación hablándose a sí misma».
—Hablando de los excesos del Estado, ¿qué opinión le merecen los presuntos casos de corrupción que acechan al presidente Sánchez?
Mire, yo no tengo necesidad de acogerme a los presuntos casos de corrupción que acechan al presidente del Gobierno. A mí me parece completamente escandaloso que la declaración del conseguidor Aldama, a los cinco minutos de hacerse, esté en todos los medios. El sistema judicial no puede amparar que una persona vomite una serie de acusaciones, hasta este momento sin pruebas, sobre personas que, por muy deleznables que nos puedan parecer políticamente, tienen derecho a no ser insultadas de esta manera.
Dicho esto, no me hace falta acusar a Pedro Sánchez de nada presunto. Basta con atender a lo que ha hecho con los delincuentes nacionalistas en dos fases: la del indulto, desde mi punto de vista completamente humillante, y la de la amnistía, desde mi punto de vista completamente ilegal. El Presidente ha acabado situando a los demócratas en un plano secundario, rebajado, con respecto a los delincuentes.
—Para concluir, y a sabiendas de la dificultad que comporta, recomiende un libro.
Un libro que acabo de abrir y que me parece estupendo, escrito, además, para Borges, por el mejor escritor español del siglo XX, Rafael Casinos Assens, es La novela de un literato. La obra es un fresco maravilloso del periodismo finisecular y también de la Restauración, que llega hasta la Guerra Civil. Sin embargo, Madrid 1943, un diario que es poesía por su elevación, es, si cabe, probablemente lo mejor que se ha escrito jamás sobre la posguerra española.