En memoria de Víctor de la Serna Arenillas (1947-2024)

Un jovencísimo Víctor de la Serna, en 1976, junto a su padre.
Un jovencísimo Víctor de la Serna, en 1976, junto a su padre. Imagen publicada por el periodista en su perfil de X.

La muerte de Víctor, el pasado viernes 18, ha golpeado al mundo periodístico e intelectual y no precisamente sin razón: lo suyo ha sido toda una vida dedicada al oficio y además con niveles extraordinarios de calidad.

Los últimos treinta y cinco años de su existencia -en teoría, llevaba tiempo jubilado, pero sólo en teoría- los dedicó a El Mundo, donde tenía varias columnas fijas. Una de ellas, Ojeando/Zapeando, para plasmar reflexiones sobre el planeta de la comunicación y los medios, sobre todo en esos Estados Unidos que conocía tan bien, porque había estudiado en la Universidad de Columbia, en Nueva York, cuando en los setenta del pasado siglo, aquello era el no va más. Otra de sus secciones, Indiano en Chamberí, igualmente muy celebrada, tenía por objeto la ciudad de Madrid, donde Víctor observaba el contraste de los últimos tiempos entre el fulgor de la gastronomía -para él, como para muchos, hoy la capital de Europa e incluso del mundo en lo que hace al buen comer y beber- y lo mediocre de los sucesivos gestores municipales, por decirlo con palabras versallescas.

De la crítica de restaurantes se ocupaba en Metrópoli los viernes con el pseudónimo de Fernando Point: un nombre legendario en el gremio, porque el verdadero Point fue el cocinero y dueño de Les Pyramides, el restaurante de Vienne, al sur de Lyon, en la histórica región del Delfinado, donde se fundó la nouvelle cuisine: primero en obtener tres estrellas Michelín, en 1933 y hasta su muerte en 1955. El maestro de Bocusse y Ducasse, que se dice pronto. Víctor eligió ese nom de plume porque buscaba la excelencia: si en sus artículos se exigía mucho a sí mismo, también ponía el listón altísimo cuando se trataba de enjuiciar a los demás. Un aplauso suyo a un restaurante suponía todo un espaldarazo para sus promotores.

Y eso sin contar su faceta de periodista deportivo, sobre todo de baloncesto, también con un alias, el de Vicente Salaner.

A lo anterior hay que añadir, en los últimos meses, su serie semanal sobre las calles de Madrid, recogiendo los artículos de Pedro de Répide hace un siglo y actualizándolos.

Trabajador infatigable

De ese despliegue se pueden deducir dos cosas: que era un hombre con muchísimos conocimientos y también un trabajador infatigable. Un sabio y un currante a la vez. O quizá un sabio a fuer de currante, porque a la expertisse no se llega sin esfuerzo. Un esfuerzo que parte, claro está, de estar poseído por el espíritu de la curiosidad: ser intelectualmente un inquieto, si se quiere emplear esa palabra. Y en particular un inquieto en lo geográfico: un viajero.

No hace falta decir que Víctor fue un resultado de su circunstancia. Si al período de 1945-1975 se le conoce en Francia como los treinta gloriosos -por el enorme desarrollo económico y la modernización de las mentalidades, singularmente en lo que hace a la mujer, que terminó resultando mucho más relevante que los traumas de 1958 por la crisis constitucional, de 1962 por Argelia y de 1968 por los estudiantes de las Universidades de París-, algo parecido puede predicarse, salvadas todas las distancias (el Pirineo es mucho Pirineo), de la España del arco temporal que va entre 1960 y 1990: internacionalización de la economía, llegada del turismo -las suecas– y finalmente incorporación formal a las instituciones europeas. El cambio de régimen -muerte de Franco en 1975 y aprobación de la ley de leyes en 1978- puede ser visto como una pieza más, todo lo importante que se quiera, dentro de ese proceso más amplio.

Hacedores del cambio

Pues bien, en ese contexto, de los españoles nacidos a finales de los cuarenta o comienzos de los cincuenta puede predicarse que fueron los hacedores del cambio. Más aún si concurrían en ellos dos singularidades: que habían tenido la ocasión de estudiar fuera de España -en aquella época no existía nada parecido al programa Erasmus- y que eran hijos o nietos de los vencedores de la guerra civil. Para que coincidieran las tres características en una misma persona tenía que producirse algo así como una conjunción astral, casi un milagro. Y tal era justo el caso: algo a celebrar, por lo escaso y por tanto valioso.

Una pérdida, sí. En cierto sentido, ay, el fin de una época, porque hoy crítico gastronómico -o tantas otras cosas- es cualquiera.

P.S.: En los obituarios -al cabo, una laudatio, sólo que dirigida a alguien que acaba de transitar-, suele suceder que el autor habla más de sí mismo que del finado o, para explicarlo con más precisión, se acerca al fallecido sólo a través de su relación con él (“era importante porque era amigo mío”). Es una manera espantosa -ególatra, hablando en plata- de proceder, pero, ya al final de estas líneas, me voy a permitir una breve confidencia personal. Y es que, desde hace más de veinte años, he tenido el privilegio de comer con Víctor una vez al mes, junto con otros amigos, como Pepo Camuñas, Vicente Pernas, Fernando Castromil, José María Sánchez de la Peña, Kiko Novela o el recién desaparecido Pepe Maldonado, por no hacer la lista interminable. Y, hasta 2013, Manolo Martín Ferrand, nada menos. Una pandilla de lujo, sin duda. A Manolo le echamos mucho de menos. Ahora, con Víctor (y con Pepe, insisto: también él sabía mucho de gastronomía, aunque no fuera ese su oficio) nos pasará lo mismo o peor aún, si cabe.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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