Muy buena idea la de Ediciones Destino con la publicación en castellano -antes lo había hecho en catalán- de muchas de las crónicas que Pla escribió en Berlín entre agosto de 1923 y marzo de 1924, cuando, con apenas veintiséis añitos, ejerció allí de corresponsal de La publicitat.
Comencemos recordando algunos datos. La Asamblea de Weimar (elegida, por sufragio universal, incluyendo ya el femenino) aprobó el texto constitucional en agosto de 1919 pero poco antes -el 9 de julio- había dado su visto bueno, por amplísima mayoría, al Tratado de Versalles, que imputó a Alemania las culpas de la Gran Guerra y le impuso la obligación de satisfacer las llamadas reparaciones, en una cuantía -132.000 millones de marcos oro, en cifra que terminó fijándose en 1921- y unos plazos sencillamente inasumibles, al grado de que, en 1924, los propios acreedores -Estados Unidos, sobre todo, y ello mediante el Plan Dawes- tuvieron que plegarse a la evidencia y renegociar un calendario más realista. Pero para entonces ya se habían producido hechos tan graves como, en enero de 1923, la ocupación por Francia y Bélgica -para el pago en especie, la ejecución de la deuda o como se la quiera de llamar- de la cuenca de Ruhr, donde se ubicaban las minas de carbón, que entonces encarnaban la mayor de las riquezas.
No es de extrañar que en la sociedad alemana fuese calando la idea de que eran víctimas de una suerte de conspiración mundial en la que, como siempre sucede, estaba implicados también algunos de ellos mismos: los criminales de noviembre de 1918, que si firmaron el armisticio fue para propinar a su propio país una puñalada por la espalda, la célebre Dolschstoss. Ya se sabe que en esos escenarios de desesperación lo menos relevante no es la verdad o la mentira: lo único que importa es lo que, con razón o sin ella, la mayoría de la gente se cree. De ahí que el putsch de Hitler en la cervecería de Munich -8 de noviembre de 1923- recibiese no pocos apoyos y que, precisamente, el asesinato de Walter Rathenan -judío, rico por su casa y Ministro de Asuntos Exteriores que había firmado el Tratado de Rapallo con la Unión Soviética- el 24 de julio de 1922 fuese visto por muchos como un acto político. La atmósfera social era, en efecto, sencillamente irrespirable.
Ya se sabe que en esos escenarios de desesperación lo menos relevante no es la verdad o la mentira
Entre 1919 y 1925, el Presidente de la República -con disculpas por recordar la obviedad- fue Friedrich Ebert, del SPD. De los cancilleres (siempre o casi siempre, de los partidos que formaban la Weimarer Koalition) hay que mencionar a Wilhelm Cuno (22 de noviembre de 1922 a 12 de agosto de 1923) y Gustav Stresseman (desde esa fecha hasta el 30 de noviembre), ambos del Partido Popular Alemán -centro derecha, por así decir- y luego Wilhem Marz, del Zentrum católico, hasta el 15 de enero de 1925. Si los Gobiernos se mostraban tan inestables era porque -sobre todo en 1923, el año crítico de la inflación- se habrían acumulado demasiadas tensiones, aparte de la estrictamente monetaria: la territorial -Prusia contra el resto-, la social -un Berlín postmoderno en lo industrial en medio de una sociedad cuya base económica seguía siendo cerealista-, la racial -con un antisemitismo cada vez más explícito- y todas las crisis imaginables: un verdadero polvorín. La Constitución otorgaba al Presidente en el Art. 48 la posibilidad de asumir poderes excepcionales y el bueno de Ebert -un demócrata de los arcangélicos- tuvo que hacer uso de ellos en más de cien ocasiones: el número lo dice todo.
Si queremos recrear lo que fue aquello, apenas habrá que mencionar la película Berlín, sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttmann; o la novela Berlín, Alexanderplaz (1928), de Alfred Döblin; o muchas de las pinturas -con retratos de seres desfigurados hasta el extremo de la más grotesca de las caricaturas- de Max Beckmann y Otto Dix, los de la nueva objetividad. O, más recientemente, la serie televisiva Babylon Berlín, que se ocupa de lo sucedido entre 1929 y 1934.
Fue en Berlín donde tuvo noticia de que, el 13 de septiembre, el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, se había hecho con el poder
Josep Pla -volvamos a lo que nos concierne- llegó, se insiste, en agosto de ese terrible año 1923, proveniente de París, su anterior destino como corresponsal. Fue por tanto en Berlín donde tuvo noticia de que, el 13 de septiembre, el Capitán General de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, se había hecho con el poder en Madrid, dando lugar a un régimen cuyas hechuras, con sus singularidades, no andaba demasiado lejano del que desde un año antes -31 de octubre de 1922- había implantado en Roma Benito Mussolini. No corrían buenos tiempos, sin duda, para la lírica democrática.
Los apenas ocho meses que Pla residió en Berlín se mostraron verdaderamente aprovechados: escribió “ciento veintitrés artículos, unos tres o cuatro por semana”, como explica Xavier Pla en la “Preliminar editorial” del libro. No hablaba la lengua de Goethe, pero -el dato lo subraya Josep María Fradera en su estudio introductorio, “Josep Pla en Berlín. Periodismo y literatura en tiempos de crisis”- tuvo la suerte de coincidir con un paisano que sí lo hacía (y que estaba casado con una tedesca), Eugeni Xammar, que trabajaba para La veu de Catalunya, otro periódico de Barcelona. En el libro se recogen ochenta y ocho de esos artículos, a cual más interesante: Pla gozaba de la capacidad de observación que caracteriza a los mejores detectives -era un sabueso, como suele sucederle a los escépticos- y encontró la ocasión -aparte de viajar mucho, por ejemplo a Baviera y también a Rumanía- para hablar con gente de todo tipo y moverse en los ambientes y lugares más variados, entre otros, claro está, en el “Romanishes Café” al que, dicho sea de paso, Francisco Uzcanga Meinecke le dedicó en 2017 su deliciosa monografía El café sobre el volcán.
La inflación es el protagonista mayor del conjunto de los artículos y no en vano, a la hora de escoger un título para el libro, se ha optado por ese. Pero también se encuentran muchas referencias a la inestabilidad gubernamental.
Examinado el régimen de Weimar con ojos de hoy, resulta muy fácil caer en el ‘vaticinium ex eventu’
Ni que decir tiene que el libro puede y debe leerse junto con el -igualmente recién aparecido- que Xavier Pericay le ha dedicado a Aly Herscovitz, con el subtítulo Cenizas en la vida europea de Josep Pla y prólogo de Arcadi Espada.
La catástrofe -la Machtergreifung por Hitler- se consumó, como es igualmente sabido, el 30 de enero de 1933, cuando Josep Pla llevaba casi diez años fuera de Berlín. Examinado el régimen de Weimar con ojos de hoy, resulta muy fácil caer en el vaticinium ex eventu (las profecías a toro pasado) y hacerse el listo afirmando que, contemplando la deriva que Weimar tomó desde su mismo origen, en 1919, el desastre se veía venir. Pero a nuestro hombre no se puede reprochar que fuese un ventajista porque en la última de sus crónicas, fechada el 4 de marzo de 1924, ya expresó su absoluto pesimismo sobre los rasgos más profundos -el gregarismo, diríamos en la lengua de Cervantes: la obediencia llevada al extremo- del alma alemana. “El país -se lee en página 405- es naturalmente antidemocrático, naturalmente antiliberal. Antes de la guerra, los diputados del Parlamento gozaban de una gran impopularidad, y el Reichstag no tenía precisamente demasiadas reservas de autoridad. Hoy este fenómeno se ha acentuado: el Parlamento tiene solo la fuerza moral que le quieran dar sus contrarios. En otro país, el fatal malentendido que hay entre una nación y sus representantes podría salvarse con un movimiento obrero fuerte que popularizase las instituciones políticas en el seno de la masa”. Y ya con nombres propios: “El Partido Socialista Alemán ha sido siempre, sin embargo, antidemocrático, y sus éxitos de antes de la guerra se explican porque el socialismo, que en Alemania es algo indigno y por tanto nacional, agarraba a la gente al salir del cuartel, y el soldado solo cambiaba de disciplina. Salía de la disciplina militar y entraba en los regimientos del socialismo. Esa continuidad, para el alemán, no tenía precio”.
De esa descripción -por supuesto, muy exagerada en lo negativo: la República Federal que tuvo Alemania en los felices cuarenta años transcurridos entre 1949 y 1989 mostró hacia los derechos fundamentales individuales una sensibilidad de primer orden- cabe preguntarse si se trata de una patología ceñida a los alemanes (los de aquel tiempo, al menos) y a los socialistas o si, por el contrario, el virus se ha extendido y además sigue muy vivo.