«Que pasen as correntes apestadas, que pasen … que outras virán«
Rosalía de Castro
Para la defensa de nuestros derechos fundamentales, el estado democrático se basa en la interdicción de la arbitrariedad, el imperio de la ley sobre cualquier criterio de oportunidad política, el respeto institucional y la búsqueda de consensos, sobre el pilar de la división de poderes y con la clave de bóveda de una activa vida parlamentaria que sirva a la formación de la opinión pública. Frente este modelo de estado, el populismo busca someter al control gubernamental todos los poderes del Estado, para lograr la unidad de poder y coordinación de funciones, en que, por cierto, se basaba la democracia orgánica franquista según la Ley Orgánica del Estado de 1967.
La descripción de una larga serie de tropelías nos permitirá ver la actual sumisión del Congreso al Gobierno, que invierte el orden constitucional de la supremacía parlamentaria. La supremacía de la Cortes se fundamenta en que representan al pueblo español, titular de la soberanía, y se manifiesta por la designación del presidente del Gobierno por el Congreso que, además, precisará de la confianza de la Cámara para continuar en el cargo y por el control de la acción política del Gobierno por las Cortes generales. Sin embargo, el Congreso sin ningún rubor se ha sometido al Gobierno desde la aprobación de la moción de censura de mayo de 2018.
Antepone el interés gubernamental al de los representantes de la soberanía nacional y los intereses partidistas a la transparencia pública
Hoy la Mesa de la Cámara actúa como un órgano delegado del Gobierno al dictado de sus intereses por encima de la institución. Esa actitud, adoptada sin el más mínimo recato, vicia de origen todos los procedimientos. La Mesa se ha convertido en órgano de parte. El anuncio por el Gobierno de la fecha del debate de investidura antes de que lo hiciera la Presidencia de la Cámara es un ejemplo perfecto, como lo es también que el órgano de gobierno del Congreso de los Diputados se convierta en un mero tramitador de las peticiones y exigencias de los diputados en sus funciones de control al gobierno, sin exigir plenitud y claridad en las respuestas. Con ello, antepone el interés gubernamental al de los representantes de la soberanía nacional y los intereses partidistas a la transparencia pública. Son estos meros ejemplos, porque el seguidismo del Congreso respecto de las directrices y los intereses del Gobierno es evidente en todos los procedimientos.
Las comisiones de investigación que se caracterizan en las normas, Constitución incluida, como un instrumento de control del Gobierno, se han convertido en la práctica en una forma de control de la oposición; sin que, usando y abusando de la mayoría parlamentaria critiquen nunca la acción del gobierno encaramado en el poder. Con ello, se priva a los diputados, que no forman parte de la mayoría que sustenta al Gobierno, de parte esencial de su función de control político, vulnerando el art 23 de la Constitución (el derecho originario de la democracia a la participación y la representación política).
El papel actual de los decretos leyes ha cambiado de facto la ubicación geográfica del poder legislativo, de la Carrera de San Jerónimo a La Moncloa, que ahora parece emigrar aún más lejos. Además de su desmedida proliferación, su tramitación reciente es un trampantojo. Después de su convalidación, el Pleno se manifiesta a favor de su tramitación como proyecto de ley. Esta voluntad formalmente declarada, sin embargo, no se ejecuta en la práctica ya que se procede a una sucesiva prórroga de los plazos de enmiendas hasta la disolución de las Cámaras. De esta forma, con dos votaciones se evita por competo el debate parlamentario y la introducción de enmiendas, y todo es un sí, señor. Con alevosía se evitan el consenso y la participación de los diputados, cuya masoquista mayoría asiente dichosa.
Esta mala práctica cercena de raíz el derecho de todos los parlamentarios a pronunciarse sobre la toma en consideración de los proyectos
Quizás la forma más sutil, por paradójica, de saltarse las normas procedimentales es la admisión de las proposiciones de los Grupos parlamentarios afines para todo tipo de asuntos, incluidos aquellos en los que la iniciativa legislativa corresponde al Gobierno. Así, el Gobierno utiliza a su grupo parlamentario para saltarse los informes preceptivos y las Memorias explicativas de las razones, efectos y consecuencias de los proyectos. Desaparecen los informes preceptivos del Consejo General del Poder Judicial o del Consejo de Estado e incluso se suprime la exigencia de que la creación de nuevos impuestos cuente con los estudios económicos y sociales precisos. El uso del trámite de enmiendas parciales para incluir modificaciones legislativas en la tramitación de proposiciones de ley ya en marcha, sin relación incluso con la materia sobre que versan ha sido constante. Esta mala práctica cercena de raíz el derecho de todos los parlamentarios -nuestro derecho- a pronunciarse sobre la toma en consideración de los proyectos y a conocer con rigor su alcance y contenido. El Tribunal Constitucional había sentado doctrina negando validez a estas formas de legislar; sin embargo, el órgano presidido por el ex fiscal general ha rectificado su anterior doctrina y ha convalidado el impuesto sobre grandes fortunas a pesar de su rocambolesca tramitación parlamentaria.
El Gobierno ha hecho hasta ahora un uso abusivo de los vetos a las iniciativas ajenas, lo que ha sido motivo de conflicto constante en la pasada legislatura. El Tribunal Constitucional, aludiendo al límite del ejercicio presupuestario vigente y muy tímidamente, ha alertado sobre los peligros reales para el parlamentarismo de esta prerrogativa de veto que, de nuevo, limita el derecho de enmienda de los parlamentarios y, en consecuencia, atenta, una vez más, contra el “ius in officium”.
Ha tenido que ser el Tribunal Supremo el que restablezca la exigencia de los requisitos de idoneidad
Aunque no es mi intención hastiar al sufrido lector, hay que mencionar el disciplinado apoyo de la Comisión Constitucional del Congreso a todos los nombramientos del Gobierno que siempre son idóneos. Entre ellos, el de Magdalena Valerio, como presidenta del Consejo de Estado. Al final, ha tenido que ser el Tribunal Supremo el que restablezca la exigencia de los requisitos de idoneidad. En estos pobres términos se encuentran, en nuestra praxis política, los temidos hearings del Senado USA.
Ejemplos más escabrosos, de la mínima estima en que el Gobierno tiene al Congreso, son las formas estrafalarias del juramento de los diputados, la defensa del secreto de las comunicaciones del diputado corrupto y dionisíaco antes que la dignidad institucional o el uso partidista por la presidenta del congreso de su potestad de refrendo.
Todos estos supuestos ponen de manifiesto, no que hayamos sufrido un golpe de estado blando -pues no hay duda de que la elección parlamentaria del presidente del gobierno ha respetado los requisitos formales de refrendo, propuesta y votación- pero existe un evidente deslizamiento progresivo del sistema hacia una forma de gobierno autocrática y de democracia no parlamentaria-liberal. Las constantes vitales del Congreso muestran un desequilibrio casi exánime.
Existe un evidente deslizamiento progresivo del sistema hacia una forma de gobierno autocrática y de democracia no parlamentaria-liberal
El Gobierno ha levantado un muro entre su poder, con sus amigos, y el resto, los enemigos (Carl Schmitt). Por ello, tenemos una democracia disminuida y de difícil reanimación. El principal deber de la oposición será denunciarlo y comprometerse con credibilidad a recuperar el sentido de Estado en la acción de gobierno y evitar con buenas prácticas que las tropelías actuales se conviertan en mutación constitucional de la que ya no sería fácil volver atrás.
Una convención constitucional de las buenas, de las constructivas, que reanimaría al sistema parlamentario, sería que la presidencia del congreso la ocupara un diputado de la oposición. Su función evitaría los males ahora demostrados.
Javier Pérez-Ardá es abogado del Estado