Los datos de la vida de Francisco Ayala (sus «pasos en la tierra», como se llama uno de sus libros, el que recoge algunos de sus mejores artículos de prensa) son bien conocidos y ahora bastará un recordatorio muy somero.
Nació en Granada en 1906, nieto por línea materna del intelectual Eduardo García Duarte (1830-1905), que había sido Rector de la Universidad. Pero Francisco sólo permanecería dieciséis años en la ciudad del Genil, porque la familia marchó a Madrid en 1922, donde nuestro hombre cursó, con éxito, la carrera de Derecho en la Central. En 1929-1930, buscando aires europeos, marchó a Berlín, a la Universidad que había fundado un siglo antes Wilhem von Humboldt donde conoció a lo más selecto de su especialidad, desde un Heinrich Triepel -palabras mayores- hasta el más joven y moderno Hermann Heller. A su vuelta a España, ingresó en 1932 en el cuerpo que hoy se llama de Letrados de las Cortes Generales -en una promoción histórica, de la que formaban parte Gaspar Bayón Chacón o Jesús Rubio García-Mina, llamados a ser maestros fundadores del Laboral y el Mercantil, respectivamente- y poco más tarde ganó la Cátedra de Derecho Político en La Laguna, cuando entre tanto ya se había hecho un nombre entre los estudiosos y entusiastas de la República.
El golpe de 18 de julio de 1936 le sorprendió en América dando conferencias, pero tomó la decisión de volver a la Madrid resistente, del Decanato de cuya Facultad de Derecho -entonces, todavía en el caserón de San Bernardo- se hizo cargo. Pero por poco tiempo, porque (con un intervalo en Valencia, junto con Julio Álvarez del Vayo) en seguida, llamado por Luis Jiménez de Asúa, su colega de Penal, se incorporó a la legación de Praga. En 1939 fue de los muchos que tuvieron que tomar el camino del exilio, primero en Argentina (donde enseñó sociología en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, y escribió los tres tomos de su Tratado sobre la materia) y luego en Brasil y en Puerto Rico: otro lugar acogedor de refugiados españoles, donde la mención a los nombres de Juan Ramón Jiménez y Pau Casals nos exime de mayores explicaciones. Más tarde su destino sería Estados Unidos, con docencia ya en asignaturas de literatura española.
En los sesenta, en la época del desarrollismo, comenzó a dejarse caer (discretamente, claro está) por Madrid y pudo ver que los más de veinte años transcurridos desde el final de la guerra no habían sido en vano y la sociedad era otra, más moderna y homologable con las del norte de los Pirineos. Esa manera de analizar las cosas acabó siendo la del Partido Comunista de Santiago Carrillo, pero ya se sabe lo que le sucede a quienes ven las cosas anticipadamente: se habló de la derechización de Ayala, palabra que, más que describir un hecho, supone insultar a una persona, como cuando hoy se dice de alguien que es un negacionista climático, por poner una referencia de esta época. Para más escarnio, sucedió que en alguno de esos viajes se encontró con su colega (doble: de las Cortes y de la Cátedra) Manuel Fraga Iribarne, desde 1962 Ministro de Información y Turismo, con lo que Ayala cavó aún más su propia tumba desde el punto de vista de la ortodoxia izquierdista.
Después de la muerte de Franco en noviembre de 1975 se asentó definitivamente en España y comenzó a colaborar con asiduidad en los medios de comunicación y en 1982 publicó sus memorias, Recuerdos y olvidos, tan importantes por lo uno como por lo otro. Recibió toda suerte de reconocimientos (entre otros, el ingreso en la RAE y el Premio Cervantes) y enganchó muy bien con el espíritu de la época: reconciliación y amnistía, para entendernos. Y pasó a ser considerado el intelectual de la transición (sin militancia partidista pero nunca indiferente ni desentendido), o al menos uno de ellos. Tuvo la suerte de llegar en plena forma al centenario, cuando la Universidad de Granada le organizó un homenaje, con Luis García Montero como Comisario, que se extendió durante varios meses. Murió tres años más tarde, en 2009. Una vida extensa y sobre todo muy intensa, aunque con las tragedias que afectaron a todos los españoles de su generación y más aún si estaban entre quienes tenían el pensamiento (y la escritura) por oficio. La Fundación Francisco Ayala, en su Granada natal, se ocupa desde entonces en mantener viva su memoria.
Hasta aquí, lo que es notorio y no hacía falta recordar. La novedad está en que la Facultad de Geografía e Historia de la Complutense ha organizado en este 2023 una exposición en su honor (o, mejor dicho, ha acogido la que antes se había organizado en Granada en Ciencias Políticas y Sociología, han sido un total de diez paneles, cada uno de ellos con imágenes y textos), que ha estado viva hasta el 21 de abril, día en el que se celebró una jornada a modo de clausura. Estas líneas pretender dar cuenta de su desarrollo.
1) La Bienvenida la dio, como debe ser, el Decano, Manuel Luque Talaván, de la asignatura de Historia de América y, de hecho, antiguo residente en México. No hace falta decir que en su presentación puso de relieve que también Ayala había vivido muchos años en aquel continente. Un hombre “poliédrico”, dijo, y con acierto.
2) Carolina Castillo Ferrer, bibliotecaria de la Fundación, fue la siguiente en intervenir, bajo el rótulo A propósito de la exposición “Francisco Ayala y las ciencias sociales”. Lo definió como un jurista, sí, pero “con mirada de sociólogo”, entendido esto último como científico, sólo después de lo cual se entiende la obra del maestro en un tercer terreno, la literatura de ficción.
Pero, al igual que José Medina Echevarría y Luis Recasens Siches (ambos nacidos en 1903 y fallecidos en 1977: mucho menos longevos que Ayala, por tanto), estaba condenado a ser, en palabras de Enrique Gómez Arboleya, un sociólogo sin sociedad (o sea, sin objeto mínimamente digno que analizar, porque todo era un campo de ruinas). Se puso en valor que su estancia en San Juan de Puerto Rico coincidió con la creación del Estado Libre Asociado por el gobernador Luis Muñoz Marín -hoy, un personaje casi legendario-, al que asesoró en asuntos jurídicos.
3) Sebastián Martín, Profesor de Historia del Derecho en Sevilla, disertó sobre Francisco Ayala y la revolución de los saberes jurídicos durante la Segunda República.
Comenzó explicando que, históricamente, el Derecho estaba en España en el epicentro de las Ciencias Sociales, como lo acredita el hecho de que la Economía Política o la Filosofía no disponían de una Facultad propia y eran sólo asignaturas de la formación que recibían los juristas, lo que, aparte de los inconvenientes obvios, tenía la ventaja de que los egresados salían como gente intelectualmente porosa y no acartonada entre leyes y decretos: de ahí que, cuando algunos hubieron de tomar el camino del exilio, pudieran impartir docencia en materias no propiamente jurídicas.
El ponente explicó que la codificación (en suma, el racionalismo y la idea de ley de aplicación general y formulada en abstracto), pese a ser anunciada en Cádiz en 1812, tardó mucho en arraigar en España (en lo penal en 1849 y en lo civil en 1889) y aun así no lo terminó de hacer del todo. Una nueva manifestación de que el Estado nación -la modernización, en suma- lo tuvo difícil para imponerse en las tierras del carlismo y la agricultura poco productiva. Los avances se dieron, ya en el siglo XX, en dos generaciones. De la primera, encarnada entre quienes accedieron a la Cátedra entre 1910 y 1920, merecen cita los correccionistas del Derecho Penal, así como, poniendo ya nombres propios, De Buen, Nicolás Pérez Serrano (el maestro directo de Ayala, por cierto), Fernando de los Rios o, volviendo al Penal, el ya mentado Luis Jiménez de Asúa. Años por cierto de la Primera Guerra Mundial, y en Alemania, en 1919, de la Constitución de Weimar, que se dice pronto. Primer texto normativo, en efecto, donde se recogen ideas sobre familia y propiedad que ya no responden a la tradición: eran instituciones de eso que, desde la izquierda y también desde la derecha, se llamaba, con tono de desprecio, el Estado burgués de derecho.
Ayala resultaba sencillamente imposible de encasillar: genio y figura también en eso. Se reía de todo intento de estabular a las personas
Y la segunda generación del cambio -la que lo remata y consolida- es la que componen los discípulos directos de los anteriores, donde está precisamente Ayala y también Antonio Luna, el internacionalista, llamado por cierto a jugar un papel crucial en la Quinta Columna en el Madrid de la guerra civil: decisivo en marzo de 1939 en la negociación con el Coronel Segismundo Casado (y con Julián Besteiro) para poner término al conflicto, aunque Negrín estuviera en otra idea.
Pero no nos desviemos del hilo del discurso del profesor sevillano sobre la generación de Ayala. Lo que subrayó es que con ellos se consolidó la idea del derecho como constructo cultural (y como factor de cambio: recuérdese que la República estaba llena de programas reformistas) y también como técnica especializada, que sólo los conocedores podían manejar con solvencia. Un medio al servicio (neutral) de los fines establecidos en la correspondiente legislación.
La singularidad de Ayala dentro de ese grupo se manifestó sobre todo en la Memoria que (de acuerdo con el famoso Decreto de junio de 1931 que regulaba ese trance y que estuvo en vigor hasta 1983) presentó para la oposición de Cátedra que acabaría ganando, Memoria en la que, obediente a los nuevos paradigmas, refundió el Derecho Constitucional (comparado, con nuestro texto de 1931 como hermano del de Weimar) con la teoría del Estado.
4) Giulia Quaggio, de la Complutense, hablo de ¿Libertad, para qué? (en clara referencia a la famosa frase de Lenin y con la que el 2 de abril de 1981 Don Francisco rotuló un artículo suyo en El país), con el subtítulo de Ayala, las ciencias sociales y la transición española.
El punto de partida de su exposición estuvo en recordar lo que ya sabemos: desde 1965, nuestro protagonista escribió que estaba convencido de que la sociedad española, con mentalidades cada vez más homogeneizadas con las de su entorno (incluidos los hijos de los ganadores de la guerra), se dirigía hacia la democracia, con integración europea además. La única duda estaba en cómo gestionar el final de la dictadura. Sabiendo todos que, aun permaneciendo exiliado, intensificó sus relaciones con los intelectuales de dentro, como Ridruejo, Aranguren, Cela, un jovencísimo Andrés Amorós y, con altibajos, el propio Fraga.
Sobre el papel en la transición de los intelectuales retornados del exilio hay debate. Pero nadie negará que no pocos de ellos (Alberti, García-Pelayo, Semprún, …) tuvieron papeles protagonistas. Ayala, en sus artículos de los años ochenta, disertó sobre lo que había (la crisis económica, el terrorismo etarra, el incipiente desencanto, …) y lo hizo -son palabras literales suyas- como “isla de razón vigilante”. No era un marxista (más o menos ortodoxo), ni un católico ni tampoco uno de los típicos falangista o franquista desengañados, como en sus últimos años habrían pasado a ser un Ridruejo, un Tovar o un Rosales. Ayala resultaba sencillamente imposible de encasillar: genio y figura también en eso. Se reía de todo intento de estabular a las personas. Un liberal de verdad, con todos los tintes sociales que se quieran, y sobre todo un gran escéptico: sabía manejar la distancia con todo el que se le arrimaba. Un hombre lleno de ironía, a veces hasta el grado del sarcasmo. En ese sentido, alguien que, aunque dejó de vivir en Granada a los dieciséis años, nunca dejó de estar marcado a sangre y fuego por el profundo ADN de sus raíces y cuyo nombre (desde fuera, un insulto; para los del lugar, un verdadero y profundo reconocimiento) no hace falta ahora mencionar. A tal respecto, y como hijo de su tierra, un ejemplar firmado.
5) Francisco Ayala en un campus global fue el título de la (breve) última intervención, a cargo de Carmen Rodríguez López, que contó muchos detalles sobre el Decanato de Derecho en el sufrido otoño de 1936, cuando, por cierto, el de Filosofía lo tenía Besteiro.
Hasta aquí, la crónica de la mañana del 21 de abril en la Complutense. Unas horas verdaderamente aprovechadas. No sabe uno quien salió más honrado, si la memoria del homenajeado o la misma Universidad que organizó el evento. Para los asistentes, entre los que me cuento, una auténtica gozada.