OPINIÓN | ¿El 98? ¿El 36? Tal vez mejor fijarse en 1874 y en 1909

El Congreso de los diputados. EFE.

La sociedad española vuelve a estar presa de una ola de pesimismo, por no decir catastrofismo o incluso histeria: un diagnóstico en el que todos, más allá de polarizaciones, estamos en condiciones de coincidir. Y, en ese contexto, tan poco simpático, se afirma que nos encontramos ante una situación parecida a la de nuestros dos años significados como oficialmente aciagos. Tan significados que no hace falta decir de qué siglo estamos hablando: «el 98» es sólo uno y «el 36» también. Nuestros fantasmas, como para Francia han sido los de 1870 y 1940.

Las comparaciones de períodos históricos resultan muy socorridas pero nadie puede ignorar que tienen peligro, sobre todo si el punto de referencia fue escenario de una calamidad nacional y si se la trae a colación ahora es para augurar la inminencia de una nueva hecatombe. Y sucede que en 1898 (o 1921 con Annual: «el desastre» por excelencia) lo que sufrimos fue, en primer lugar, una derrota militar, o sea, por la fuerza de las armas. Y de 1936 cabe decir, como es obvio, que el conflicto, aunque con raíces ideológicas muy profundas, se desarrolló también poniendo la violencia física (los asesinatos, para hablar a las claras) por encima de ninguna otra consideración.

Lo que estamos viviendo en este mes de diciembre de 2022 es, por supuesto, una desgracia de primer orden, pero (al menos de momento) las pistolas no han hecho su aparición en escena. Hay, sí, una sensación de angustia o de fracaso colectivo, al ver que las expectativas de 1978 (una época en la que, como recordamos los viejos del lugar, los partidos políticos tenían prestigio: analizadas las cosas con ojos de hoy, algo delirante) se han marchitado todas. La voz desafección, que se empleaba hace unos años, se ha quedado corta y quizás fuese más propio recuperar la palabra del barroco, el desengaño. Todo el exuberante esquema institucional diseñado por la Constitución se ha revelado un escenario de cartón piedra, que se está viniendo abajo con estrépito y de manera casi grosera.

Si queremos buscar un momento parecido, más que 1898 o 1936, cabría pensar en 1874, cuando, al asaltar Pavía el Congreso de los Diputados, se terminó, con un fracaso sin paliativos, el período que se había abierto con la gloriosa de septiembre de 1868 (recuérdense los entusiasmos: «¡Viva España con honra!», o «¿Los Borbones? Jamás, jamás, jamás»).

Hoy le llamamos el sexenio (revolucionario o democrático, según quien lo califique) porque sabemos que sólo duró seis años: un paréntesis y nada más (como, por cierto, había sucedido con lo que, entre 1820 y 1823, fue sólo un trienio, el llamado liberal). Pero las consecuencias sobre el inconsciente colectivo español fueron en 1874 más hondas y baste recordar lo que expresaron un Galdós (nacido en 1843) o un Unamuno (1864), que tuvieron ocasión de ver aquello con sus ojos y sufrirlo en propia carne: la enorme ilusión de 1868 y la correlativa desilusión de 1874. Si la frustración resultó tan intensa fue por el grosor de la previa ilusión. En el bien entendido que lo de Pavía (con caballo o sin él, que se discute) entrando el 3 de enero en el palacio de la Carrera de San Jerónimo no sorprendió a nadie. Se limitó a poner la puntilla -la expedición de un certificado de defunción, por así decir- a un período en el que no faltó ninguna patología: a la insurrección cubana se sumó el estallido cantonalista y -ya el remate- una nueva carlistada. Lo de siempre: la muerte le suele sobrevenir al que estaba enfermo. Casi termina viéndose como un alivio.

De lo de ahora, en estos patéticos finales de 2022, con un Gobierno dedicado a una mezcla de autogolpe como Napoleón III en 1851 y rendición como los apaches de Gerónimo en 1871, se puede predicar algo parecido: que no es sino la consecuencia natural de la crisis que (a su vez, con una larga gestación) estalló en octubre de 2017. El referéndum catalán del día 1 de dicho mes presentó cierto parentesco e incluso un indudable aire de familia -ya puestos a los parangones y dicho sea salvando todos los matices y más que matices- con la semana trágica de julio de 1909, cuando el anarquismo demostró que podía dominar la ciudad de Barcelona. En aquel entonces, al poder, encarnado en Antonio Maura, sólo se le ocurrió responder con la represión salvaje. La restauración quedó herida de muerte y si formalmente subsistió hasta septiembre de 1923 -catorce años, que se dice pronto- es porque los zombis existen. La gran aportación del culto vudú haitiano al mundo: los seres humanos, como los sistemas políticos, saben estar, igual que el gato de Schroedinger, muertos y vivos a la vez. Como saben los aficionados al fútbol, los minutos de la basura pueden prolongarse mucho, al grado de terminar haciéndose interminables. La inercia da para mucho.

«Recapitulando sobre lo que estamos viendo con nuestros propios ojos: ¿es un nuevo 98? ¿un revival del 36? Sí y no. Más bien no. Probablemente, un 1874. Y, en la misma línea, de octubre de 2017 podría predicarse ser una copia de julio de 1909»

Recapitulando sobre lo que estamos viendo con nuestros propios ojos: ¿es un nuevo 98? ¿un revival del 36? Sí y no. Más bien no. Probablemente, un 1874. Y, en la misma línea, de octubre de 2017 podría predicarse ser una copia de julio de 1909.

Volvamos a la Francia de la agonía de la tercera República, en junio de 1940, cuyos dirigentes figuran, con razón, en la lista de los malditos de la historia de su país. ¿Fue menos infame un Paul Reynaud -el cobarde- o un Philippe Petain, el abiertamente traidor? Hay opiniones para todos los gustos. Pero el debate es académico porque en España, después de un empeño de casi medio siglo (“ensayo y error”), hemos terminado dando con una criatura que acumula los atributos de ambos. Y lo peor de todo es que a estas alturas ya es igual quien venga luego.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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