Me refiero, obviamente, a La frontera invisible, con el subtítulo de Un viaje a Oriente.
Javier Reverte merece figurar en la historia de cultura española aunque sólo sea por haber liderado la plataforma Seguir creando, sin la que no se habría aprobado el Real Decreto 302/2019, de 26 de abril, cuyo mero rubro lo delata: «por el que se regula la compatibilidad de la pensión contributiva de jubilación y la actividad de creación artística». Una de esas normas de las que el lector se pregunta cómo es que no se habían aprobado mucho antes. O, mejor dicho, cómo es que, por puro sentido común, esa compatibilidad no había existido desde siempre.
Y, por supuesto, Javier Reverte habría ocupado ese lugar de privilegio antes de este último libro (de viajes, como reza su subtítulo), porque lo suyo con la literatura viene de antiguo. Los datos son notorios y ahora no hará falta recordarlos.
En esta ocasión, el tal viaje a Oriente ha consistido en visitar lo que hoy son Turquía (y, dentro de ella, Estambul y Ankara) y Persia (Teherán, Isfahán y Persépolis, amén de algunas pequeñas ciudades en la costa norte del golfo llamado Pérsico). La excursión se extiende, a modo de coda, ya en la orilla sur -o sea, en la península arábiga- por Dubái, en Emiratos Árabes Unidos, Ormuz y, ya entrando en el Índico, Omán. Eso es todo. quedan al margen, por tanto, Irak y también Siria, Líbano, Jordania e Israel, además, por supuesto, de Egipto. A África ya le dedicó el autor muchas páginas y ahora no tocaba.
«Reverte mereció muchos aplausos como escritor y si le sonrió el éxito de ventas fue porque existe la justicia: sus textos son casi todos auténticos tratados de sociología»
Reverte mereció muchos aplausos como escritor y si le sonrió el éxito de ventas fue porque existe la justicia: sus textos son casi todos auténticos tratados de sociología —antropología, pudiera decirse si la palabra no tuviese tantas connotaciones— pero llenos de humanidad -de ternura, casi, por implacables que resulten los juicios de fondo sobre las personas y sobre las culturas y las religiones- y además con un profundísimo trabajo previo de lecturas sobre la historia del lugar, todo ello sin la menor pretensión de adoctrinar a nadie: era persona que no se sentía con legitimidad ni ganas de lanzarse a dividir a los seres humanos en buenos y malos, héroes y villanos. Y en este libro se aplica esa misma receta, incrementada además porque, cuando nuestro hombre hizo este trayecto, a mediados de 2019, ya era muy maduro —había cumplido setenta y cinco— y había alcanzado ese privilegio del estado de ánimo que se conoce como escepticismo. Él se confiesa discípulo de Josep Pla, cuando dijo eso de que «describir es más difícil que opinar», que es lo que explica que «la mayor parte de la gente opina».
A Turquía se le dedican las primeras cien páginas, divididas a su vez entre Estambul -donde Reverte, sobre todo en la calle Istiklal, se sentía en casa y no lo disimula- y Ankara, la capital desde la época de Atatürk, hace aproximadamente un siglo. Se habla, por supuesto, de los selyúcidas -sin los que, por cierto, no se entienden las Cruzadas, aunque en esto el autor ha optado por no profundizar- y también del Gran Tamelán, como figura central del siglo XIV. Ni que decir tiene que ninguno de los retratados se caracterizó por hacer méritos para ser reconocido por su aportación a los derechos humanos ni a la democracia pluralista como régimen político: no son flores que encuentren allí su clima más propicio. Ni ahora ni nunca antes.
Pero el grueso del libro donde pone el foco es en el actual Irán. Los sucesivos grupos dominadores son objeto de mención detallada. Por mencionar sólo los más connotados, medas, aqueménidas (Ciro, Darío y Terjes), safávidas -de 1501 a 1722-, patunes, qajar y, ya en el siglo XX, la dinastía Pahleni y, desde 1979, el ayatollah Jomeini y sus discípulos. De nuevo, una sucesión de autocracias, tanto antes como después de la islamización (no, por favor, arabización). El autor se recrea en la descripción -admirativa- de las ruinas de Persépolis, capital de los aqueménidos y de Isfahán, la capital safávida. No sucede lo mismo con Teherán, a la que en página 116, bajo el epígrafe de La ciudad incomprensible, se dedican palabras nada complacientes («es desmedida, inabarcable, exagerada y fea, una urbe agobiada por el tráfico, a medio asfixiar por un elevado índice de polución que se cobra una media de cuatro mil seiscientos muertos al año, sin diseño alguno, carente de un centro urbano reconocible que se desplaza de lugar una y otra vez cada lustro, surcada por puentes que sobrevuelan avenidas siempre atascadas; a toda hora, un ruido atronador de bocinas que se eleva sobre el caótico tráfico; obras que se realizan siempre de noche y mantienen un ruido permanente sobre la urbe; y en su interior, industrias, fábricas de cemento e, incluso, una refinería de petróleo… Un lugar, en suma, inhabitable para la mentalidad de cualquiera que no haya nacido allí y que acoge, paradójicamente, a más de doce millones de pobladores en su área metropolitana»), veredicto que sin embargo se compensa con la afirmación de que sus moradores son «amigables, corteses y, sobre todo, hospitalarios».
Turquía e Irán, dos sociedades, sí, paralelas. Durante el siglo XIX fueron objeto de sendos experimentos de desislamización —ya se sabe: la ingeniería social—, pero eso (la modernización o, dicho con palabras de Max Weber, la racionalización) se ha quedado a mitad de camino o incluso ha provocado, en el sentido de Newton, sendas reacciones: a la hora de secularizar, el islam se ha mostrado mucho más duro de roer que el cristianismo e incluso, dentro de este, el catolicismo. Es una constatación elemental pero que aquí viene a cuento.
«En este viaje de 2019 Javier se apoyó mucho en los representantes diplomáticos españoles en aquellas tierras, a quienes menciona, en términos generosos, con su nombre y apellidos»
Y otra cosa: en este viaje de 2019 Javier se apoyó mucho en los representantes diplomáticos españoles en aquellas tierras, a quienes menciona, en términos generosos, con su nombre y apellidos.
La tesis de fondo es que oriente y occidente («dos mundos en guerra», al decir de Anthony Pagden, con Troya y Salamina como hitos fundacionales) no tienen por qué ser tan distintos -y, de hecho, no hay una frontera precisa entre ellos- y en ese contexto a quien se pone en el pedestal es a Alejandro Magno. Pero Reverte no es un ingenuo ni se deja llegar por la corrección política -resulta muy ilustrativo que omita toda referencia a Israel y Palestina: un silencio que acaba resultando atronador- y, conocedor de la realidad del terreno que pisa, el culpable lo encuentra en el nacionalismo (que “añora las fronteras, las geográficas y las espirituales: es una suerte de procesionaria que devora los bosques, una enfermedad de la razón que envenena el alma»: página 97 y como cierre de la exposición sobre Turquía) y se abstiene de mencionar a las religiones, aunque él se ocupa de dejar dicho que no se adscribe a ninguna de ellas. Quizá una manera de señalar lo que es obvio: el tronco de todos ellos será el mismo, Abraham, pero lo cierto es que las ramas han sido tantas y tan divergentes -hoy, toda una enredadera- que los encontronazos, por decirlo suavemente, han pasado a formar parte de lo cotidiano.
Tres españoles —viajeros por aquellas tierras y también escritores— son objeto de referencia y además muy ponderada. Por orden cronológico, son Ruy González de Clavijo, que, por mandato del rey castellano Enrique III, entre 1403 y 1406, estuvo en la corte del sultán Tenur y redactó la icónica que conocemos como Embajada a Tamorlán; García de Silva y Figueroa, que entre 1614 y 1624, o sea, bajo Felipe III, visitó a los sasánidos e igualmente recogió sus impresiones en un libro, tenido como la mejor descripción de la Persia de entonces; y, en fin, Domingo Badía, Ali Bey, ya en la época de Godoy —entre 1803 y 1808—, de quien fue espía y con quien acabó tarifando.
En fin, digamos que Reverte tampoco olvida prestar el debido tributo de gratitud -no podía faltar- al marino francés Pierre Loti (1850-1923), fallecido por cierto en Hendaya, justo enfrente nuestro, y que, dicho sea de paso, ha merecido en 2019 un magnífico estudio monográfico de Alex Fraile, con el expresivo título El soñador errante. De viaje con Pierre Loti.
Pero volvamos al libro de Reverte y, más aún, a su persona. A Javier, a quien traté en la última etapa de su vida (falleció el 31 de octubre de 2020: en breve se cumplirán dos años) y aprecié mucho -recuerdo una comida en Casa Salvador en 2016 con Jaime Hernando y otros amigos para comentar su libro sobre Albert Camus y eso por no hablar de los muchos correos que nos estuvimos intercambiando y que guardo como oro en paño-, ya no le tenemos a mano. Pero su familia ha sabido honrar su memoria tomando la feliz decisión de publicar post mortem este libro, del que lo más justo que se puede decir -lo más justo y lo mejor- es que se trata de un Reverte. Entretenido como todos ellos y ecuánime (y personalísimo: sus juicios sobre las gastronomías locales sólo podían ser suyas, por poner ese ejemplo) como cualquier otro.