El independentismo desconcertado

Disturbios separatistas en la plaza de Urquinaona durante 2019.

El independentismo vive momentos de confusión, o al menos eso reflejan sus pensadores más conspicuos. Agustí Colomines, en el Nacional el lunes 25 de julio, fiesta de Santiago apóstol, habla de desconcierto total. Comparando la comparecencia de Anna Gabriel ante el Tribunal Supremo con los años de prisión que la fiscalía pide aplicar a los participantes en la llamada batalla de Urquinaona —entre ellos un sobrino de Colomines—, afirma: «La justicia española quiere escarmentar a la juventud independentista mientras va pactando soluciones blandas con los dirigentes de la década soberanista. A falta de explicaciones coherentes, todo el mundo tiene derecho a pensar —y sospechar— lo que le plazca.» Bien, por coherentes que fueren las explicaciones de tirios y troyanos, seguiremos teniendo el derecho a pensar lo que nos plazca. Y en cuanto a la juventud, nadie la considera un agravante. Se persigue el delito, no la edad del que lo comete. Si bien es cierto que en el desarrollo de los acontecimientos de la noche del 18 de octubre de 2019 no estaba prevista la presencia de personas de edad avanzada.

Con ánimo de malmeter, sin duda, Colomines sentencia: «La realidad es que los presos políticos —y los exiliados de ERC y la CUP— van encontrando una vía para resolver su caso, mientras que la mayoría de los jóvenes que lucharon para defenderlos van cayendo uno tras otro (…) Todo el mundo ha perdido la inocencia y hoy en día dudo que se diera otra batalla de Urquinaona si la justicia española consiguiera revertir los indultos.» La juventud siempre bordea el código, pero ni eran adolescentes que obedecían ciegamente las consignas, ni tan inocentes como nos quiere hacer creer. Sabían qué estaban haciendo. Sabían quiénes eran sus dirigentes. Sabían que, al igual que dos años antes, la estrategia no daría más de sí, más bien menos. Y si tan inocentes eran, poco se puede esperar de ellos como recambio generacional. Substituir a los dirigentes que han capitulado por los jóvenes combativos es una idea que está muy lejos de materializarse.

El independentismo realmente existente es como lo describe Colomines: «El giro experimentado por Esquerra ha sido tan radical que ha recibido el aplauso del unionismo más inteligente. Junts se debate entre dos sectores, y mientras se entretiene en destriparse, no sabe rentabilizar la posibilidad que tenía de convertirse en el SNP (el conservadurismo de los viejos convergentes lo impide). ¿Y la CUP? ¡Ay, los anticapitalistas! La escisión de Arran y la salida de un grupo que es, por encima de todo, comunista, demuestra que para muchos militantes de la CUP el independentismo era únicamente instrumental.» Pero —fantasías personales y ensoñaciones movilizadoras aparte— ¿para quién el independentismo no era instrumental?

Colomines es pesimista ante el futuro inmediato: «La consecuencia de tanta estulticia política es la desmovilización y la abstención. Crear un nuevo partido independentista no es viable. Primàries ya lo intentó y no le salió bien.» No le salió bien porque no se crea un partido de la nada si el sistema político mediático no lo considera prioritario, como lo ha hecho en el caso de entidades como la ANC o el Consell per la República. «La estabilidad del sistema de partidos en Catalunya sólo podría amenazarla, si acaso, una escisión de Junts. Si el sector llamado laurista rompiera con el turullismo, nadie sabe qué podría ocurrir.» 

Sensación de impotencia

Salvador Cardús, en el Ara, ya pide: Llamadle impotencia, y no mintáis más. Teme que «la desolación y el desamparo colectivos pueden acabar provocando el abandono definitivo de toda esperanza». ¿La esperanza de conseguir la independencia, o algo remotamente parecido, que albergaban los promotores del proceso? ¿O la esperanza que dos millones largos de ciudadanos depositaron en unos dirigentes que les han decepcionado enormemente? Seguramente ambas.

A pesar de todo, «me temo que todavía no es hora de llegar a las conclusiones finales sobre si el primero de octubre de 2017 fue construido sobre la ingenuidad, las medias verdades, el autoengaño o desde una gran mentira colectiva». Distingamos: en conjunto fue una gran mentira contada por una elite autonómica, basada en medias verdades acríticamente divulgadas por los medios de comunicación afines —casi todos en Cataluña— y asumidas por la mitad de la población más o menos ingenuamente, más o menos por ver hasta dónde llegamos. 

Dice Cardús que «la épica del momento todo lo confundió». La épica es un género literario, pero aquí teníamos el Telenotícies, que debería haber estado mucho más aferrado a la realidad, así como el montón de tertulias donde expertos de todo pelaje nos contaban que la independencia era posible, que sería fácil, que España no podría hacer nada por impedirla y que Europa nos recibiría con los brazos abiertos. La mayoría aún siguen. Y contando nuevas versiones de la misma fábula. 

«Además —lamenta Cardús— lo qué fue aquella impresionante aventura política ahora se manipula al servicio de los diversos intereses de partido y de sus autojustificaciones. Habrá que esperar a que cesen los liderazgos que quedan en activo de aquel episodio para hacer un balance crítico.» No, si el balance crítico ya lo podemos hacer, al margen de los liderazgos existentes. Tal vez no Cardús desde el Ara, pero cinco años después de la fallida declaración de independencia, hay muchas opiniones formadas sobre todo aquello y lo que aún colea.

El diálogo y la desafección

Francesc-Marc Álvaro, en la Vanguardia, pregunta ¿Qué fue del conflicto?, pues sin conflicto, real o imaginario, no hay proceso que vaya a ninguna parte ni independencia que se vislumbre en el horizonte.

«Esta semana debe reunirse en Madrid la llamada mesa de diálogo entre el Gobierno y el Govern de la Generalitat. ¿De qué hablarán? (…) El contenido de la mesa de diálogo es algo que nadie es capaz de decir: en principio, se trataba de hablar a fondo sobre las causas de la crisis política catalana que arranca en 2012 (…) Si el continente (la mesa entre gobiernos) posterga tratar las causas de la crisis catalana como contenido (el diálogo), el conflicto deviene un tabú y, entonces, las reuniones al más alto nivel son pura mímica para que no digan que no se cumple un determinado calendario.»

La sucesión de reuniones entre gobiernos, teme Álvaro, «puede ocultar, desdibujar y congelar el diálogo imprescindible sobre aquellas causas que convirtieron la desafección de muchos catalanes (consignada por el president Montilla) en una apuesta para desconectar del Estado español, y en una posterior movilización a gran escala». Parece claro que tanto el gobierno nacional como el gobierno autonómico no pretenden ir más allá de los cuidados paliativos en lo referente al problema catalán.

Pasa por alto Álvaro que las cuestiones de Estado no las va a resolver nunca el gobierno de un partido, y menos un gobierno en minoría y cuestionado por todos lados. Se resuelven por consenso, como sucedió con la creación del llamado Estado de las autonomías, o no se resuelven. Y si no se resuelven, se van pudriendo.

Recuerdos del 1992, todavía

¿Cuándo vamos a dejar de evocar los fastos del 92? Debe ser porque en treinta años no hemos sabido hacer nada mejor, lo que ya sería grave, y  encima vamos decididamente en dirección contraria. Vicent Partal, en Vilaweb, aprovecha el aniversario para llegar a su misma conclusión de siempre, sea cual sea el pretexto: Barcelona 92: trenta anys després, Espanya ja no és, ni serà mai, el nostre futur.

«El 1992 ha acabado volviéndose contra el eje de la invención, contra la gran razón de la maniobra, que no era sino eso que ahora llaman la concordia entre Cataluña y España. Los juegos, con la exposición de Sevilla y la improvisada capitalidad cultural de Madrid, eran la nueva España y querían presentarla al mundo para que durara siglos. Han fracasado.»

Los independentistas de entonces, los más pragmáticos lo aprovecharon para hacerse oír —la campaña Freedom for Catalonia—; los otros se manifestaron radicalmente en contra —incluyendo artefactos explosivos—. Sin embargo, «vistos desde hoy —dice Partal—, los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 puedo reconocer que fueron un éxito, pero el proyecto que los justificaba ha fracasado».

La inmensa mayoría de la población los vivió como algo importante para la capital, para el país y en sus vidas; también, como reconoce Partal, muchos que luego se tornaron independentistas. Pero este reconocimiento queda deslucido por una interpretación reduccionista del evento, como si no hubiera sido más que una maniobra torticera contra Cataluña: «En ese momento, en 1992, lo intentaron todo para dividirnos como sociedad y para acorralarnos y trincharnos a quienes rechazábamos la gran maniobra de blanqueamiento del régimen posfranquista, de la corona y, en definitiva, de la españolidad. Pero, visto con la perspectiva de treinta años, no puede negarse que muchos de los que aquellos días estábamos separados a un lado —el de la rabia y las lágrimas— o a otro —la de la alegría y la satisfacción—, hoy estamos aquí juntos, unidos en la idea de que España ya no es nuestro futuro ni lo será nunca. Y esto, ser capaces de hacer esto nos hace muy fuertes como proyecto, como sociedad, como nación.» 

Está bien reconocer, aunque sea al cabo de treinta años, que un país hay que aceptarlo entero, con toda su gente y todas sus contradicciones; pero ahora, cuando ya hay que tener más de cuarenta años para acordarse de los Juegos Olímpicos de Barcelona, todos tenemos problemas mucho más acuciantes que evocar aquellos días.

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